miércoles, 27 de noviembre de 2013

I DOMINGO DE ADVIENTO



Lucas 23, 35-43.
"Adviento, don y tarea"

P. Félix Zaragoza S.


Comenzamos hoy el tiempo de Adviento, iniciando así un nuevo año litúrgico. Es como si estrenáramos ilusiones y esperanzas nuevas.

Adviento significa “venida”. Por tanto celebrar el adviento es reconocer la venida permanente de Dios que  vino, vendrá y no deja de venir. Así nos preparamos para la venida histórica que celebramos en Navidad. A la vez, el evangelio de hoy nos invita a estar preparados para la segunda venida del Señor.

Algo se conmueve dentro de nosotros  al iniciar el camino hacia la Navidad. Como que estamos más predispuestos  a la solidaridad, a la paz… El Adviento comienza con un canto a la futura paz universal. El profeta Isaías en la lectura de hoy anuncia que las armas se transforman en herramientas de trabajo: “De las espadas forjarán arados; de las lanzas, tijeras de podar. Nadie aprenderá a hacer la guerra”. Esto significa para nosotros   sembrar confianza, abrir horizontes de vida e irradiar esperanza. 

Celebrar el adviento es, sobre todo, vivir la esperanza. Y la esperanza es un constitutivo esencial en el ser humano. Lo último que se pierde. Vivir es esperar. Pero no todos esperamos igual. Unos esperan el advenimiento del dinero y el bienestar… otros, los cristianos, debemos esperar que el proyecto de Dios se vaya haciendo realidad.

Esperar la venida del Señor es confiar en la promesa de Dios, punto de arranque para transformar el mundo. La vida cristiana es una vida de esperanza. Pero una esperanza activa: “preparar el camino al Señor”, salir a su encuentro, anticipar el gozo de su venida…

En el Principito el zorro decía algo así: “Si me dices que vas a venir a las cuatro, yo te estaré esperando desde las tres”. A algo así nos invita el evangelio de hoy: “Estén en vela… estén preparados, porque a la hora que menos piensen vendrá el Hijo del hombre”. Son palabras que invitan a despertar y a vivir con más lucidez y más responsabilidad, a superar la superficialidad que lo invade todo, a no dejarnos arrastrar por la corriente, cuyo objetivo es tener y consumir.

Estar en vela, vigilar, es sacudirnos de encima la indiferencia, la rutina y la pasividad que nos hace vivir dormidos. Nos da lo mismo. La mitad de los chilenos no han votado en las elecciones. 

Estar en vela, en expresión del Papa Francisco, será  “ir a hacer lío”. Si no “despertamos”, seguiremos engañándonos y no habrá conversión ni personal ni en la Iglesia.

Estar en vela, vigilar, es estar atentos a la realidad. Saber ver los “signos de los tiempos”, escuchar los gemidos de los que sufren y vivir más atentos a los llamados del Evangelio. Tenemos corazón, pero se nos puede haber endurecido. Tenemos oídos, pero no escuchamos lo que Jesús escuchaba. Tenemos ojos, pero no vemos la vida como la veía Jesús, ni miramos a las personas como él las miraba.

Al comenzar el adviento, todos hemos de preguntarnos qué es lo que estamos descuidando en nuestra vida. Qué es lo que  en “el sueño” que estamos no nos deja soñar. Qué es lo que debemos cambiar y a qué hemos de dedicar más atención y más tiempo. Qué podemos hacer para no caer en el aburrimiento y superar el cansancio de vivir siempre lo mismo. Cómo acertar con el secreto de la vida…

Las palabras de Jesús hoy están dirigidas a todos y cada uno: “Estén atentos, vigilen”. Hemos de reaccionar.  Si lo hacemos, viviremos uno de esos raros momentos en que nos sentimos “despiertos” desde lo más hondo de nuestro ser.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

SOLEMNIDAD DE CRISTO REY, REY DEL UNIVERSO



Lucas 23, 35-43.
"Servir es reinar"
en el Año de la Fe
P. Félix Zaragoza S.


Hoy, que ya es el último domingo del año litúrgico, celebramos la fiesta de Cristo Rey del Universo. Hoy también se clausura el año de la fe.

            El evangelio de Lucas, que nos ha acompañado durante este año, nos sitúa en el calvario, en el momento culminante de Jesús: su entrega hasta la muerte. Hoy se nos invita a resumir todo lo contemplado a lo largo del año en una sola mirada: Jesús, el único que vale la pena tener ante los ojos. “¡Mirarán al que traspasaron!”.

            “La gente estaba allí mirando” dice el evangelio de hoy. Nosotros podríamos situarnos con esa gente en el calvario, para mirar a Jesús en el momento culminante de su muerte. Sólo una mirada desde el silencio nos permitirá contemplar el misterio de la Cruz de Jesús y de todas las cruces que rodean a la de Jesús:  “había otros crucificados con él”. Una mirada al crucificado nos centrará esta fiesta de que Cristo es Rey, pero no como los reyes de este mundo.

            Dejemos también que resuene por dentro ese breve diálogo tan elocuente, esa plegaria de otro crucificado: “Jesús acuérdate de mí cuando estés en tu reino” y la respuesta de Jesús: “Te aseguro que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”.

            Nuestra Iglesia está presidida por la imagen del Crucificado. Ahí está nuestro Dios y ahí están también, como en el calvario, otros “crucificados”: personas que sufren crucificados por la desgracia, las injusticias y el olvido: niños que mueren de hambre, mujeres maltratadas, niños violados, ancianos ignorados, emigrantes sin papeles y sin futuro, torturados y asesinados, tantos que sufren y mueren abandonados.

            Hoy, al contemplar a Jesús como Rey del Universo, lo vemos en una cruz. ¿Qué hace Dios en una cruz? Despojado de todo poder, de toda belleza estética, de todo éxito político y de toda aureola religiosa. Es rey con corona, pero de espinas. No tiene otro manto regio que su propia piel. En sus manos no hay otro cetro que el fierro frío y penetrante de los clavos. Así, Dios se revela en lo más puro e insondable de su misterio, como amor y sólo amor. Por eso padece con nosotros, sufre con nuestro sufrimiento y muere con nuestra muerte.

            Al contemplar a Jesús como rey en una cruz no lo podemos ver a él solo. En el calvario no está solo. Hoy tampoco.

            Por eso, esa cruz de Cristo, levantada en el centro de la Iglesia, es “memoria” conmovedora de un Dios crucificado y recuerdo permanente de su identificación con tantos inocentes que sufren de manera injusta en nuestro mundo.

            Esa cruz nos recuerda que Dios sufre con nosotros. ¿Qué significa la imagen del crucificado si no vemos marcados en su rostro el sufrimiento, la soledad, la tortura y desolación de tantos hijos e hijas de Dios?

            Al clausurar el Año de la Fe, nos tenemos  que preguntar: ¿Cómo es posible creer en un Dios crucificado por los hombres? ¿Nos estamos dando cuenta de lo que decimos creer? ¿Qué hace Dios en una cruz? ¿Cómo puede subsistir una religión fundada en una concepción tan absurda de Dios? ¿Qué sentido tiene llevar una cruz sobre  nuestro pecho si no sabemos cargar con la más pequeña cruz de tantas personas que sufren junto a nosotros? ¿Qué significan nuestros besos al crucificado si no despiertan en nosotros el cariño, la acogida y el acercamiento a quienes viven crucificados?

            Un  “Dios Crucificado” no es un ser “Todopoderoso”, majestuoso, inmutable, ajeno a los sufrimientos, sino un Dios humillado que sufre con nosotros el dolor, la angustia y hasta la misma muerte.

            Con la cruz, o termina nuestra fe en Dios o nos abrimos a una comprensión nueva y sorprendente de un Dios  que, encarnado en nuestro sufrimiento, nos ama de manera increíble.

Esta es la manera más auténtica de celebrar la fiesta de Cristo Rey del Universo: Mirar al Señor, pero sin desviar la mirada de los otros crucificados, para reavivar nuestra compasión hacia los que sufren.

jueves, 14 de noviembre de 2013

XXXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO



Lucas 21, 5-19.
"¿De qué fin del mundo habla Jesús?"
en el Año de la Fe
P. Félix Zaragoza S.


El domingo recién pasado hablábamos de nuestra muerte, no como un fin definitivo, sino desde nuestra fe en la resurrección. Hoy escuchamos a Jesús hablar sobre lo que llamamos el fin del mundo. Pero de ¿qué fin se trata?

Estamos ante un texto de difícil explicación, ya que viene envuelto en un ropaje extraño, en un género literario llamado apocalíptico, muy lejano al lenguaje de nuestra cultura actual.

Es la última visita de Jesús a Jerusalén. Algunos que lo acompañan se admiran al contemplar “la belleza del templo”. Jesús, por el contrario, siente algo muy diferente. Jesús ve el templo de manera más profunda: en ese templo tan grandioso no se está acogiendo el proyecto de Dios: el reino de Dios. Por eso Jesús lo da por destruido: “Esto que contemplan llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”.

La manera de vivir la religión en torno al templo es engañosa y perecedera, ya que no está de acorde con el querer de Dios: “el reino de Dios y su justicia” y no se escucha el llanto y el clamor de los que sufren. Por eso “todo será destruido”. Esa religión en torno al templo llegará a su fin.

Según la mentalidad judía, el mundo se acabaría el día en que el templo de Jerusalén fuera destruido. Preguntar por la destrucción del templo equivalía a preguntar por el fin del mundo: “¿Cuándo va a ocurrir esto?”. Jesús no responde directamente a la pregunta de los discípulos. Jesús dice: “Cuidado con que nadie les engañe. Porque muchos vendrán usando mi nombre, diciendo: Yo soy, o bien: el momento está cerca. No vayan tras ellos. Cuando hablen de guerras, desastres… no tengan miedo. Todo eso tiene que ocurrir, pero el final no llegará tan luego…”.

Ni las guerras, ni las revoluciones, ni las catástrofes naturales, ni los falsos mesías de cualquier clase son anticipo ni anuncian el fin del mundo.

Más aún, ante estos acontecimientos que algunos ven como “signos del fin del mundo”, el cristiano tendrá que sufrir y padecer mucho: “les perseguirán por causa de mi nombre… con vuestro aguante y perseverancia conseguirán salvar vuestras vidas”.

Las palabras de Jesús no nacen de la ira. Menos del desprecio o resentimiento. El mismo evangelio de Lucas nos dice un poco antes que, al acercarse a Jerusalén y ver la ciudad, Jesús “se echó a llorar”. Su llanto es profético. Los poderosos no lloran. El profeta de la misericordia y la compasión sí.

Jesús llora ante Jerusalén porque ama la ciudad más que nadie. Llora por una “religión vieja” que no se abre a “la novedad del reino de Dios”. Sus lágrimas expresan su solidaridad con el sufrimiento de su pueblo.

La actuación de Jesús arroja no poca luz sobre la situación actual. A la crisis actual en la Iglesia, la manera de abrir caminos a la novedad creadora del reino de Dios es dar por terminado todo aquello que alimenta una “religión vieja”, caduca y que no  genera la vida que Dios quiere introducir en el mundo.

Dar por terminado algo vivido de manera “sagrada” durante siglos no es fácil. No se hace condenando a quienes quieren “conservar” lo de antes como eterno y absoluto. Se hace “llorando”, pues los cambios exigidos por la conversión al reino de Dios hacen sufrir a muchos. Este es el camino abierto por el Concilio Vaticano II y en este sentido se sitúan  los signos que viene realizando el Papa Francisco.

Los profetas denuncian el pecado en la Iglesia con signos claros de conversión. Lo hacen “llorando”, padeciendo y perseverando. Pero, como “dolores de parto”, esperando una nueva manera de vivir la religión más llena de evangelio. Según San Pablo, “la creación entera está gimiendo con dolores de parto… esperando su liberación”.

Jesús nos invita a enfrentarnos con lucidez y responsabilidad.

Lo que nos puede llevar a establecer la justicia del reino de Dios no es la violencia, que pretende resolver todo por la fuerza, ni la resignación de los que se cansan de seguir luchando por un futuro mejor más conforme con el mismo Evangelio.

No es el mismo mundo que Dios creó y vio que era bueno, lo que va a ser destruido. Lo que llegará a su fin es la injusticia, la opresión, la mentira… para establecer el reino de Dios que es justicia, libertad, paz, vida, y amor.

No sabemos cómo será ese final, pero no será un final catastrófico, sino de sublimación, en que “Dios será todo en todo”.

jueves, 7 de noviembre de 2013

XXXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Lucas 20, 27-38.
"Después de la muerte ¿qué?"
en el Año de la Fe
P. Félix Zaragoza S.

El evangelio de este domingo nos presenta una situación en que los saduceos, un grupo que no creía en la resurrección, como tantas personas en la actualidad, plantean a Jesús el caso de una mujer que quedó viuda siete veces y le preguntan: “¿De cuál de ellos será esposa en la resurrección?, pues los siete la tuvieron por mujer”.

La manera de hacer la pregunta da a conocer el concepto que tienen del matrimonio: una pura relación legal destinada a la reproducción.
            
Con la preguntan pretenden, así, ridiculizar la creencia en la vida después de la muerte. Pero  Jesús no entra en el terreno de la broma y manifiesta su fe en la resurrección y que Dios es un “Dios de vivos y no de muertos”.
            
Antes que nada, Jesús rechaza la idea pueril de los saduceos, que imaginan la vida de los resucitados como prolongación  o calco de esta vida que ahora conocemos, como si resucitar fuera simplemente un revivir para volver a vivir como antes.
            
Es un error representarnos la vida resucitada por Dios  a partir de nuestras experiencias actuales. Hay una diferencia radical entre nuestra vida terrena y esa vida plena que esperamos. Esa vida que situamos en “el cielo”, es una vida absolutamente “nueva”. Por eso la podemos esperar, pero nunca describir o explicar.
            
“Dios no es un  Dios de muertos, sino de vivos. Para Dios todos están vivos”. Dios es fuente inagotable de vida. La muerte no le puede ir quitando a Dios sus hijos después de unos años de vida. Cuando nosotros los lloramos porque los hemos perdido en esta tierra, Dios los contempla llenos de vida porque los ha acogido en su amor de Padre.
            
Según Jesús, la unión de Dios con sus hijos no puede ser destruida por la muerte. Su amor es más fuerte que la muerte. Dios crea a sus hijos, los cuida, los defiende, se compadece de ellos y rescata su vida del pecado y de la muerte.
            
Dios es amigo de la vida. Por eso se compadece de todos los que no saben o no pueden vivir de manera digna. No descuida nada de lo que ha creado. Ama a todos los seres, de lo contrario no los hubiera creado. Mucho más a sus hijos que los ha creado a “su imagen y semejanza”.
            
Jesús nos propone a los hombres que vivamos y ayudemos a vivir, amando a los demás sin límites. Así, asegura una vida definitiva a todos los que se preocupen por la vida de los necesitados: “porque tuve hambre y me diste de comer…  entra a casa a gozar del reino de los cielos”.

¿Por qué hemos de morir?

Algo se subleva dentro de nosotros ante la muerte. Sí desde lo más hondo de nuestro ser nos sentimos hechos para vivir, ¿por qué hemos de morir?
            
El hombre es el único animal que sabe que va a morir. Buscamos una mejor calidad de vida. Nos damos cuenta de que la vida debería ser mejor para todos: más segura, más feliz, más larga… En el fondo anhelamos vida eterna.
            
No es difícil  de entender la actitud de vivir sin pensar en la “otra vida”. En las encuestas sobre la fe, el tema de la resurrección aparece como uno de los menos aceptados por la mayoría de los creyentes. ¿Para qué pensar en otra vida, si sólo estamos seguros de esta vida? ¿No es mejor disfrutar al máximo nuestra vida actual?
            
Son preguntas que están en la conciencia del hombre contemporáneo.
            
Sin duda, esta vida finita encierra un gran valor. Es muy grande vivir, aunque sólo sea unos años. Es lindo amar, gozar, luchar por un mundo mejor… Pero hay algo que, honradamente, no podemos eludir: la verdad última de todo proceso sólo se capta en profundidad desde el final.
            
Si lo último que nos espera a todos y a cada uno es la nada, ¿qué sentido último  pueden tener nuestros trabajos, esfuerzos, progresos…?, ¿qué  decir de los que han muerto sin haber disfrutado de felicidad alguna?, ¿qué decir de tantas vidas malogradas, sufridas, perdidas o sacrificadas?, ¿qué esperanza puede haber para ellos?, ¿qué esperanza puede haber para nosotros mismos, que no tardaremos en desaparecer de esta vida sin haber visto cumplidos nuestros deseos de felicidad y plenitud?
            
El misterio último de la vida exige alguna respuesta. Alguien ha dicho: “De la muerte, la razón me dice que es definitiva. De la razón, la razón me dice que es limitada”. Desde los límites y la oscuridad  de la razón humana, los creyentes nos abrimos con confianza al misterio de Dios.
            
Dios no es sólo el creador de la vida sino que también, es el resucitador que la lleva a su plenitud. Dios nos ha creado para vivir: esta vida y la vida eterna.