II DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
P. Félix Zaragoza S.
Jesús, al entrar en escena en su
vida pública, después de ser bautizado, es presentado por el mismo
bautista. La presentación no puede ser
más escueta: “He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Se
trata, por supuesto, de un calificativo mesiánico. Ya el profeta Isaías había
relacionado la llegada del Mesías con la liberación del pecado, cuyos estragos
impedían que el pueblo fuera feliz. Este será el cometido de Jesús: su misión
será quitar todo obstáculo que impide una vida digna y dichosa para todos los
hombres.
Los cristianos hemos olvidado con
frecuencia algo que es nuclear en el evangelio. El pecado no es solamente algo
que se puede perdonar, sino algo que
debe ser quitado y arrancado de la humanidad.
Y cuando se habla de “pecado del
mundo” no se está hablando de los pecados que se cometen en el mundo, en los
errores en que cae cada persona particular en su actuación. No. Se está
hablando del modo de entender las
relaciones humanas que se ha impuesto desde el poder, la opresión, la mentira y
todo lo que crea desigualdad y atenta contra los derechos y dignidad de cada
persona.
Este “pecado del mundo” está
presente no sólo en el corazón del hombre, sino también
en el interior de las instituciones, estructuras y mecanismos que funcionan en
nuestra economía, nuestra política y nuestra convivencia social. Por eso le
llamamos “pecado social”, “pecado estructural”.
Nos dice Monseñor Oscar Romero:
“Ahora sabemos mejor lo que es el pecado. Sabemos que la ofensa a Dios es todo
lo que da muerte al hombre… El pecado es “mortal”, pero no sólo por la muerte
espiritual de quien lo comete, sino por la muerte real y objetiva que produce
en quien se comete. Pecado fue dar muerte al Hijo de Dios, y pecado sigue
siendo todo aquello que da muerte a los hijos de Dios… Se ofende a Dios cuando
se ofende al hermano”.
Por eso, desde el principio, Jesús
es presentado como alguien que “quita el pecado del mundo”. Alguien que no sólo
ofrece el perdón, sino también la posibilidad de ir quitando todo lo que va contra
la vida digna y dichosa de cualquier persona.
Creer en Jesús no consiste sólo en
abrirnos al perdón de Dios. Creer en Jesús y seguirle es comprometernos en su
lucha y su esfuerzo por quitar el pecado: injusticias, desigualdad, opresión,
mentira… que dominan en nuestro mundo con todas las consecuencias que afectan
en la vida de las personas.
Hablar de “quitar el pecado del
mundo”, por tanto, no es sólo preocuparse de los pecados personales que cada
uno puede cometer, sino que más bien se refiere a luchar contra lo que llamamos
“pecado social” o “pecado estructural”.
Según el autor de la carta a los
Efesios, “nuestra lucha no es en primer lugar contra la carne y la sangre, sino
contra los poderes de este mundo”.
Quizá tengamos que comenzar por
tomar conciencia más clara de lo que este pecado del mundo, social,
estructurado, afecta a la humanidad, pues nos va deshumanizando. Por eso hay
que arrancar de raíz, porque el mundo está literalmente preso en un círculo diabólico
del que no tiene salida a partir de su propia dinámica, la cual, a nivel
mundial, consiste claramente en que los ricos sean cada vez más ricos, y los
pobres sean cada vez más pobres. Por eso, se hace imprescindible romper ese
círculo y esa dinámica.
Hoy, con esta misma calificación de
Cristo como “cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, nos presenta el
sacerdote el Cuerpo y la Sangre de Cristo antes de comulgar. Así, cada vez que
comulgamos el Cordero de Dios, se nos ofrece la posibilidad de ir quitando ese
pecado que, en definitiva, es luchar por
el Reino de Dios y su justicia.