Mateo 3, 13-17.
“El que va a quitar el pecado del mundo”
P. Félix Zaragoza S.
Jesús, al entrar en escena en su vida pública, después de ser bautizado, es presentado por el mismo bautista. La presentación no puede ser más escueta: “He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Se trata, por supuesto, de un calificativo mesiánico. Ya el profeta Isaías había relacionado la llegada del Mesías con la liberación del pecado, cuyos estragos impedían que el pueblo fuera feliz. Este será el cometido de Jesús: su misión será quitar todo obstáculo que impide una vida digna y dichosa para todos los hombres.
Los cristianos hemos olvidado con frecuencia algo que es nuclear en el evangelio. El pecado no es solamente algo que se puede perdonar, sino algo que debe ser quitado y arrancado de la humanidad.
Y cuando se habla de “pecado del mundo” no se está hablando de los pecados que se cometen en el mundo, en los errores en que cae cada persona particular en su actuación. No. Se está hablando del modo de entender las relaciones humanas que se ha impuesto desde el poder, la opresión, la mentira y todo lo que crea desigualdad y atenta contra los derechos y dignidad de cada persona.
Este “pecado del mundo” está presente no sólo en el corazón del hombre, sino también en el interior de las instituciones, estructuras y mecanismos que funcionan en nuestra economía, nuestra política y nuestra convivencia social. Por eso le llamamos “pecado social”, “pecado estructural”.
Nos dice Monseñor Oscar Romero: “Ahora sabemos mejor lo que es el pecado. Sabemos que la ofensa a Dios es todo lo que da muerte al hombre… El pecado es “mortal”, pero no sólo por la muerte espiritual de quien lo comete, sino por la muerte real y objetiva que produce en quien se comete. Pecado fue dar muerte al Hijo de Dios, y pecado sigue siendo todo aquello que da muerte a los hijos de Dios… Se ofende a Dios cuando se ofende al hermano”.
Por eso, desde el principio, Jesús es presentado como alguien que “quita el pecado del mundo”. Alguien que no sólo ofrece el perdón, sino también la posibilidad de ir quitando todo lo que va contra la vida digna y dichosa de cualquier persona.
Creer en Jesús no consiste sólo en abrirnos al perdón de Dios. Creer en Jesús y seguirle es comprometernos en su lucha y su esfuerzo por quitar el pecado: injusticias, desigualdad, opresión, mentira… que dominan en nuestro mundo con todas las consecuencias que afectan en la vida de las personas.
Hablar de “quitar el pecado del mundo”, por tanto, no es sólo preocuparse de los pecados personales que cada uno puede cometer, sino que más bien se refiere a luchar contra lo que llamamos “pecado social” o “pecado estructural”.
Según el autor de la carta a los Efesios, “nuestra lucha no es en primer lugar contra la carne y la sangre, sino contra los poderes de este mundo”.
Quizá tengamos que comenzar por tomar conciencia más clara de lo que este pecado del mundo, social, estructurado, afecta a la humanidad, pues nos va deshumanizando. Por eso hay que arrancar de raíz, porque el mundo está literalmente preso en un círculo diabólico del que no tiene salida a partir de su propia dinámica, la cual, a nivel mundial, consiste claramente en que los ricos sean cada vez más ricos, y los pobres sean cada vez más pobres. Por eso, se hace imprescindible romper ese círculo y esa dinámica.
Hoy, con esta misma calificación de Cristo como “cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, nos presenta el sacerdote el Cuerpo y la Sangre de Cristo antes de comulgar. Así, cada vez que comulgamos el Cordero de Dios, se nos ofrece la posibilidad de ir quitando ese pecado que, en definitiva, es luchar por el Reino de Dios y su justicia.