miércoles, 15 de enero de 2014

II DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO



Mateo 3, 13-17.


El que va a quitar el pecado del mundo

P. Félix Zaragoza S.

Jesús, al entrar en escena en su vida pública, después de ser bautizado, es presentado por el mismo bautista.   La presentación no puede ser más escueta: “He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Se trata, por supuesto, de un calificativo mesiánico. Ya el profeta Isaías había relacionado la llegada del Mesías con la liberación del pecado, cuyos estragos impedían que el pueblo fuera feliz. Este será el cometido de Jesús: su misión será quitar todo obstáculo que impide una vida digna y dichosa para todos los hombres.


Los cristianos hemos olvidado con frecuencia algo que es nuclear en el evangelio. El pecado no es solamente algo que se puede  perdonar, sino algo que debe ser quitado y arrancado de la humanidad.

Y cuando se habla de “pecado del mundo” no se está hablando de los pecados que se cometen en el mundo, en los errores en que cae cada persona particular en su actuación. No. Se está hablando del modo de  entender las relaciones humanas que se ha impuesto desde el poder, la opresión, la mentira y todo lo que crea desigualdad y atenta contra los derechos y dignidad de cada persona.

Este “pecado del mundo” está presente no sólo en el corazón del hombre, sino también en el interior de las instituciones, estructuras y mecanismos que funcionan en nuestra economía, nuestra política y nuestra convivencia social. Por eso le llamamos “pecado social”, “pecado estructural”.

Nos dice Monseñor Oscar Romero: “Ahora sabemos mejor lo que es el pecado. Sabemos que la ofensa a Dios es todo lo que da muerte al hombre… El pecado es “mortal”, pero no sólo por la muerte espiritual de quien lo comete, sino por la muerte real y objetiva que produce en quien se comete. Pecado fue dar muerte al Hijo de Dios, y pecado sigue siendo todo aquello que da muerte a los hijos de Dios… Se ofende a Dios cuando se ofende al hermano”.

Por eso, desde el principio, Jesús es presentado como alguien que “quita el pecado del mundo”. Alguien que no sólo ofrece el perdón, sino también la posibilidad de ir quitando todo lo que va contra la vida digna y dichosa de cualquier persona.

Creer en Jesús no consiste sólo en abrirnos al perdón de Dios. Creer en Jesús y seguirle es comprometernos en su lucha y su esfuerzo por quitar el pecado: injusticias, desigualdad, opresión, mentira… que dominan en nuestro mundo con todas las consecuencias que afectan en la vida de las personas.

Hablar de “quitar el pecado del mundo”, por tanto, no es sólo preocuparse de los pecados personales que cada uno puede cometer, sino que más bien se refiere a luchar contra lo que llamamos “pecado social” o “pecado estructural”.

Según el autor de la carta a los Efesios, “nuestra lucha no es en primer lugar contra la carne y la sangre, sino contra los poderes de este mundo”.

Quizá tengamos que comenzar por tomar conciencia más clara de lo que este pecado del mundo, social, estructurado, afecta a la humanidad, pues nos va deshumanizando. Por eso hay que arrancar de raíz, porque el mundo está literalmente preso en un círculo diabólico del que no tiene salida a partir de su propia dinámica, la cual, a nivel mundial, consiste claramente en que los ricos sean cada vez más ricos, y los pobres sean cada vez más pobres. Por eso, se hace imprescindible romper ese círculo y esa dinámica.

Hoy, con esta misma calificación de Cristo como “cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, nos presenta el sacerdote el Cuerpo y la Sangre de Cristo antes de comulgar. Así, cada vez que comulgamos el Cordero de Dios, se nos ofrece la posibilidad de ir quitando ese pecado que, en definitiva,  es luchar por el Reino de Dios y su justicia.

jueves, 9 de enero de 2014

I DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Mateo 3, 13-17.


"El Bautismo de Jesús,
La Vocación de Jesús"

P. Félix Zaragoza S.


Hoy celebramos la última fiesta del ciclo de Navidad y, a la vez, damos  comienzo al Tiempo ordinario.

Después de su  manifestación en el niño del pesebre, Dios se da a conocer en su Hijo Amado en el umbral de la vida pública de Jesús: en el bautismo en el Jordán.

Si la Navidad ha sido celebrar “la Encarnación”, si el nacimiento es asumir nuestra naturaleza humana, hacerse hombre para estar con nosotros y como nosotros, encontrarlo hoy en la fila de los pecadores que se disponen a recibir el bautismo del Bautista, es llevar a la práctica esa encarnación. Se hace solidario con la humanidad pecadora. Y es que la salvación se hace presente donde está el pecado. Así, el Salvador, el nacido en el pesebre, entra en acción.

Con su bautismo en el Jordán Jesús acaba su vida oculta y empieza su vida pública. Jesús no vuelve ya a su trabajo de Nazaret. Al salir del agua vive una experiencia que lo impulsa a marchar hacia Galilea para comenzar su propia misión. Animado por el Espíritu, comenzará una vida nueva, totalmente entregado al servicio del Reino de Dios.

Jesús vivió en el bautismo una experiencia que marcó para siempre su vida. En esta experiencia toma conciencia de su propia vocación.

Como es natural, los evangelistas no pueden describir lo que ha vivido Jesús en lo más profundo de su corazón, pero han sido capaces de recrear una escena conmovedora para sugerirlo. Está construida con rasgos de hondo significado. “Los cielos se rasgan”: Ya no hay distancias entre Dios y los hombres. Se oye una voz venida del cielo: “Tú eres mi hijo, el amado, mi predilecto”. Esto es lo que Jesús escucha de Dios en su interior: “Tú eres mío. Eres mi hijo. Tu ser está brotando de mí. Yo soy tu Padre. Te quiero entrañablemente. Me llena de gozo que seas mi hijo. Me siento feliz”.

Esto mismo es lo que ocurre en nuestro bautismo, pero ¿lo sentimos como lo sintió Jesús?

De esta experiencia brotan dos actitudes que Jesús vive y trata de contagiar a todos: confianza increíble en Dios y docilidad incondicional.

Por eso no se queda en el desierto con el bautista, sino que empieza a hacer gestos de bondad: cura enfermos, defiende a los pobres, toca a los leprosos, acoge a los pecadores, abraza a niños de la calle…

Y todo esto lo hace porque se siente lleno del “Espíritu” bueno de Dios, que le empuja a potenciar y a mejorar la vida de la gente. Lleno de ese Espíritu bueno de Dios, se dedica a liberar   a la gente de “espíritus malos”, que no hacen sino dañar, esclavizar y deshumanizar…

En realidad, podemos decir que la experiencia del bautismo ha sido para Jesús el llamado de su propia vocación: ha escuchado el llamado del Padre y es consciente de vivir poseído por el Espíritu de Dios para llevar a cabo la misión que el Padre le ha confiado.
            El profeta Isaías, según la primera lectura de hoy, ya había anunciado cuál sería el estilo de su actuación: “No gritará, no clamará… la caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará… para implantar la justicia en la tierra”.
            Esta es también nuestra vocación cristiana. El papa Francisco nos dice: “la esencia de nuestra vocación es “darse a los demás”. “El discípulo de Cristo no puede poseerse a  sí mismo. Su posición no es de centro, sino de periferias: vive intencionado hacia las periferias.

El bautismo de Jesús es el modelo más perfecto de nuestro bautismo. Para nosotros el bautismo es también el inicio de un camino y de una misión. En el bautismo nace nuestra vocación.

Tarde o temprano, todos nos tenemos que preguntar cuál es nuestra vocación: cuál es la razón última de nuestro vivir diario y para qué comenzamos un nuevo día cada amanecer. No se trata de descubrir grandes cosas. Sencillamente, saber que nuestra vida puede tener sentido para los demás, y que nuestro trabajo puede servir para que alguien tenga una vida más digna y dichosa.

No se trata tampoco de escuchar un día un llamado extraordinario y definitivo. El sentido de la vida lo vamos descubriendo a lo largo de los días, mañana tras mañana. En toda vocación hay algo de incierto. Siempre se nos pide una actitud de búsqueda, disponibilidad y apertura.

¡Renovemos nuestro bautismo! ¡Tomemos conciencia de nuestra vocación!

jueves, 2 de enero de 2014

DOMINGO DE EPIFANÍA

Mateo 2, 1-12.

La manifestación del Señor
Matar o adorar
P. Félix Zaragoza S.

Hoy celebramos la fiesta de la Epifanía. Y Epifanía significa manifestación de Dios. Por tanto lo central del evangelio de hoy es la manifestación de la salvación de Dios a todos los pueblos en Cristo Jesús.

La fiesta de hoy prolonga la fiesta de Navidad. Pero si en el día de Navidad hemos celebrado a “Dios con nosotros”, hoy, en la fiesta de la Epifanía, celebramos a “Dios para nosotros”. Jesús es salvador para todos los hombres. Un Dios que se deja conocer por los desconocidos, por los últimos, por los pecadores… Todos estos están representados por los magos que vienen del Oriente. Ellos son paganos. No conocen las Escrituras sagradas, pero sí el lenguaje de las estrellas. Buscan la verdad y se ponen en marcha para descubrirla. Se dejan guiar por el misterio, pues sienten necesidad de “adorar”. Han visto brillar una estrella nueva que les hace pensar que ya ha nacido “el rey de los Judíos”, y vienen a “adorarlo”. Pero este rey no es Augusto. Tampoco Herodes.

¿Dónde está? Esta es su pregunta. Es rey, pero no está en un palacio. Es Dios de los Judíos pero no está en el Templo de Jerusalén. Está en un pesebre. Está en Belén.

Herodes se sobresalta. La noticia no le produce ninguna alegría. Él es quien ha sido designado por Roma como “rey de los Judíos”. Por eso en lugar de adorar, quiere matar al recién nacido.

“Los sumos sacerdotes y letrados” conocen las Escrituras sagradas y saben que ha de nacer en Belén, pero no se interesan por el niño ni se ponen en marcha para adorarlo. También al final conseguirán que muera en una cruz.

Ellos tienen el poder. Todo vale en ese mundo poderoso para asegurar el poder: el cálculo, la mentira, la estrategia. Vale incluso la crueldad, el terror, el desprecio y hasta la muerte de los inocentes. Parece que son grandes y poderosos, y se presentan como defensores del orden  y la justicia, pero son débiles y mezquinos, pues terminan buscando al niño “para matarlo”

¡Qué distinto a los magos! Ellos no matan al niño, sino que lo adoran. El gesto final de los magos es sublime. Se inclinan respetuosamente ante el niño de Belén.

Podemos vislumbrar también el significado simbólico de los regalos que le ofrecen al niño. Con el oro reconocen la dignidad del ser humano: todo lo que hay en el mundo ha de quedar subordinado a la felicidad del hombre. Eso es lo que ha hecho el mismo Dios:  “Todo lo puso bajo sus pies”, según el salmo 8. Un niño, cualquier niño merece que se pongan a sus pies todas las riquezas  y todos los medios para que pueda crecer con una vida plena y feliz.

El incienso recoge el deseo de que la vida de ese niño se despliegue y su dignidad se eleve hasta el cielo: todo ser humano está llamado a participar de la vida misma de Dios. La humanización necesita de Dios. Cuanto más hombre se haga el hombre, más experimentará la necesidad de Dios. Y es que Dios es  origen, fundamento y destino de nuestra vida.

La mirra es medicina para curar la enfermedad y aliviar el sufrimiento: el ser humano necesita de cuidados y consuelo, no de violencia y agresión.

Con su atención al débil y su ternura hacia el humillado, el Niño nacido en Belén introducirá en el mundo la magia del amor, única fuerza de salvación. Por eso, quien adora al creador, respeta y defiende su creación. Adoración y solidaridad están íntimamente unidas. Adoración y ecología no se pueden separar. Una verdadera adoración termina en un compromiso, en una lucha contra el dolor y el sufrimiento de la gente. No olvidemos que desde la óptica de las víctimas se relativizan infinidad de falsos absolutos que con facilidad podemos “adorar”.

El relato de los magos nos ofrece un modelo de auténtica adoración. Estos sabios saben mirar el mundo hasta el fondo, captar signos, acercarse al Misterio y ofrecer su humilde homenaje a ese Dios encarnado en el ser humano.


Se puede decir que esta página del evangelio tiene más de parábola que de crónica histórica. Seguramente al evangelista le hubiera gustado añadir lo mismo que Jesús decía al final de sus parábolas: “Anda, vete y haz tú lo mismo”.