martes, 17 de diciembre de 2013

IV DOMINGO DE ADVIENTO


Mateo 1, 18-24.

El “Dios con nosotros”

P. Félix Zaragoza S.

Estamos a las puertas de la Navidad y la Palabra de Dios nos introduce de lleno en el misterio del nacimiento del Hijo de Dios. En este IVo domingo de Adviento, el evangelio nos invita a contemplar a María, la joven de Nazaret, que dice un “Sí” definitivo y total a los planes de Dios.

En la persona de María se cumple la profecía formulada por el profeta Isaías ocho siglos antes: “concebirá y dará a luz un hijo, que se llamará Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros”.

La encarnación de Jesús es, de alguna manera, encarnación de Dios. Esto es: Dios que se implica en toda la realidad humana. Dios se hace presente y se comunica con nosotros mediante un hombre de carne y hueso: Jesús. Así de humano sólo puede serlo el mismo Dios.

Por eso por 1ª vez en la historia se le da el nombre de “Emmanuel”. Es un nombre chocante, totalmente nuevo que le atribuimos al niño que nace en Belén los que creemos que, en él y desde él, Dios nos acompaña, nos bendice y nos salva. El niño del pesebre es el único al  que podemos llamar con toda verdad “Emmanuel”.

Pero, para el mundo de hoy, ¿qué quiere decir esto? ¿Necesitamos realmente que Dios esté con nosotros? Parece que los hombres nos hemos hecho tan grandes que somos autosuficientes. A Dios lo hemos expulsado o quizá ni siquiera lo hemos dejado entrar en nuestro mundo.

Por eso nos tenemos que preguntar: ¿qué queremos realmente que nazca en esta Navidad? ¿Deseamos realmente que Dios esté con nosotros o, más bien, queremos prescindir de él?

Pero, lo reconozcamos o no, Dios se ha hecho hombre. Dios está con nosotros. Nadie está solo. Ya nunca estarás tú solo. Esto es el mensaje central de la Navidad. Necesitamos que Dios nazca de nuevo entre nosotros, que brote con luz nueva e ilumine nuestro corazón. En cada uno de nosotros puede nacer Dios. En cada familia puede nacer Dios esta Navidad. En nuestro país, con un nuevo gobierno, puede nacer Dios.

Superemos los temores y confiemos en un Dios que se nos acerca  como niño. ¿Cómo temer a un Dios que se nos ofrece como un pequeño frágil e indefenso? Dios no ha venido armado de poder para imponerse a los hombres. Se nos ha acercado en la ternura de un niño a quien podemos hacer reír o llorar. Dios es un niño, en brazos de una mujer, entregado cariñosamente a la humanidad. El niño del pesebre busca nuestra mirada para alegrarnos con su sonrisa. ¡Cómo no alegrarnos de que Dios esté con nosotros!

Celebrar la Navidad es celebrar que Dios sigue confiando en los hombres, sigue confiando en las posibilidades de los hombres para ser felices, sigue confiando en las posibilidades y capacidades de los hombres para construir un mundo mejor, un Chile mejor, donde se haga más realidad una vida digna, y dichosa para todos.

Esto es lo que se nos dice en el Evangelios de hoy: el que nace “salvará a su pueblo de sus males”. Y cada uno se salva en la medida, y sólo en la medida, en que se pone a vivir y actuar como vivió y actuó Jesús.

Si el misterio de la Encarnación es el misterio de la “humanización” de Dios, el camino para encontrar a Dios es en lo que cada día nos hace ser más humanos: la bondad, la solidaridad, la sinceridad, la honradez, la libertad, la justicia, la paz…

miércoles, 11 de diciembre de 2013

III DOMINGO DE ADVIENTO


Mateo 11, 2-11.
"¿Eres tú el que ha de venir?"

P. Félix Zaragoza S.


Hoy, tercer domingo de Adviento, abundan las expresiones de alegría desde el inicio de la Eucaristía. De ahí que es llamado domingo de “gozo”. El Señor está cerca. Se aproxima la Navidad.

Lo que el Bautista oye de Jesús le deja desconcertado. . No responde a sus expectativas. El espera un Salvador que se imponga por la fuerza de Dios. ¿Qué hacía ese Jesús de Nazaret en el que tantas esperanzas había depositado, contando parábolas, entreteniéndose con niños y enfermos? ¿A qué venía proclamar un año de gracia y dejar de lado el “día del castigo” ¿Quién está equivocado: el Bautista o Jesús?

¿Quién es Jesús? Para salir de dudas, el Bautista encarga a dos discípulos que pregunten a Jesús sobre su verdadera identidad: “Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a  otro? Una pregunta que era decisiva en los primeros momentos del cristianismo. Una pregunta que sigue teniendo plena actualidad porque, como el Bautista, nos cuesta acabar de creer que Jesús sea quien viene a cumplir el proyecto de Dios, y que su “Evangelio de amor” pueda algún día hacerse realidad.

La respuesta de Jesús no es teórica sino muy precisa: Digan “lo que están viendo y oyendo”. Lo que se ve y lo que se oye desvanece toda duda. Su respuesta no es que el Templo se llene o que se cumple con la Ley de Dios. Jesús responde con su actuación al servicio de la vida de los enfermos, pobres y desgraciados, gente sin recursos ni esperanza para una vida mejor: “los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen;… y a los pobres se les anuncia el Evangelio”.

Para conocer a Jesús es ver a quiénes se acerca y a qué se dedica. Su modo de actuar no es otro sino el de aliviar el sufrimiento, curar la vida y abrir un horizonte de esperanza a los pobres.

Jesús sana. Su pasión por la vida pone al descubierto nuestra superficialidad. Su amor a los vulnerables e indefensos desenmascara nuestros egoísmos y mediocridad. Su evangelio desvela nuestros autoengaños. ¿Nos basta una “caja de amor de Navidad” para celebrar la Navidad solidariamente y en cristiano?

¿A qué Jesús esperamos en Navidad y qué Jesús seguimos hoy los cristianos? ¿Nos dedicamos a hacer las “obras” que Jesús hacía? Y si no las hacemos, ¿Qué estamos haciendo en medio del mundo? ¿Qué está “viendo y oyendo” la gente en la Iglesia de Jesús? ¿Qué ve la gente en nuestra parroquia? ¿Qué escucha en nuestras prédicas?

Jesús sabe que su respuesta puede decepcionar  a quienes sueñan con un Mesías-Salvador poderoso. Por eso añade: “feliz el que no se sienta defraudado por mí”.

Felices los que descubren que ser creyente no es despreciar la vida, sino amarla; no es bloquear nuestro ser, sino abrirlo a sus mejores posibilidades. Todavía nos cuesta entender las palabras de Jesús: “He venido para que los hombres tengan vida, y la tengan en abundancia”.

¿Por qué no decimos a los cuatro vientos palabras como estas tan sencillas y directas?

La forma de identificar a Jesús es actuar. Si no aprendemos hoy que lo primero que nos identifica como cristianos es actuar a favor de la vida de los hombres, sobre todo, de los más desvalidos, nos falta algo esencial para ser discípulos de Jesús. Una Iglesia sin esta preocupación y sin misericordia es una Iglesia que no camina tras los pasos de Jesús. No hemos recibido “autoridad” para condenar, sino para sanar la vida.

¿Qué es una Iglesia sin compasión? ¿Quién la escuchará?,  ¿en qué corazón tendrá eco su mensaje?, ¿cómo podrá decir algo más de Navidad de lo que nos dicen los avisos consumistas? Sin duda, la sociedad necesita directrices morales y principios de orientación,  pero las personas concretas necesitan ser comprendidas con sus problemas, sus necesidades, sus sufrimientos y contradicciones. Una palabra que no esté tránsida de compasión difícilmente será bien acogida.

La Navidad, en lo esencial, no es hablar del amor de Dios, sino de la Obra del Amor de Dios: “La Palabra hecha carne”.

Así, también, el amor cristiano al que sufre no es un amor explicado, cantado, exaltado… como lo podemos hacer cantando villancicos. El amor verdadero no consiste en palabras sino en hechos: “Obras son amores y no buenas razones”.

Dios nos ama, actuando de esa manera: haciéndose hombre, no porque lo merezcamos, sino porque lo necesitamos. Así amamos los cristianos; actuando en favor del prójimo, no para ganar méritos, sino porque ellos lo necesitan.

viernes, 6 de diciembre de 2013

II DOMINGO DE ADVIENTO


Inmaculada Concepción: Lucas 1, 26-38.
"La Virgen del Adviento"

II Domingo de Adviento: Mateo 3, 1-12.
"Ser de Dios y ser del Pueblo"

P. Félix Zaragoza S.

Este Domingo II de Adviento, coincide con la fiesta de la Inmaculada Concepción de María. Nuestro cariño a la Virgen nos lleva a dar prioridad a la fiesta de la Inmaculada, pero no quisiéramos dejar pasar de largo, sin más, el mensaje del II domingo de Adviento.

La fiesta de la Inmaculada siempre está enmarcada en el tiempo de adviento. María es el modelo, la discípula que nos enseña cómo esperar la venida del Señor.

María es mucho más que una simple joven de Nazaret. Era portavoz de la esperanza de todo el pueblo, ¡del Pueblo de Dios!

Pero María, además de ser del pueblo, era también de Dios, totalmente, ¡Y Dios estaba con ella!

Ser de Dios y del Pueblo. Estos dos puntos marcan la vida de María. Por eso el pueblo la venera con tanto entusiasmo. Así lo hacemos hoy, celebrando la fiesta de su Inmaculada Concepción. Para poder ser del pueblo hay que ser de Dios. Para poder ser de Dios hay que ser del pueblo. Así quiere Dios y el pueblo. Así lo expresamos hoy al proclamarla “la llena de gracia” desde el mismo instante de su concepción.

María supo unir, en su vida, su amor a Dios y al pueblo. “Aquí está la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que Dios ha dicho”. Dios tomó en cuenta la vida de María desde su comienzo a su fin. Ella es de Dios total y radicalmente. Nunca hubo en ella algo que fuera contrario a Dios. Ella escucha, cree y vive la Palabra de Dios. Lo que ella canta en el Magnificat demuestra que conoce bien la Palabra de Dios. Estaba al tanto del plan de Dios descrito en la Biblia. Ella creyó, no dudó, se puso a su disposición: “que se cumpla en mí”. Así llegó a ser Madre de Dios. El evangelio nos dice que María “escuchaba todo y todo lo guardaba y lo meditaba en su corazón”.

Al mismo tiempo siempre estuvo preocupada y comprometida con la vida de los demás. Al ser informada de que Isabel estaba embarazada pensó y se preocupó de su prima más que de ella misma y “corrió” a ayudarla. Su preocupación por los demás queda claro en su actuación en las bodas de Caná. Ella afronta la dificultad. Allí “está de pie junto a la cruz”. No abandona en ningún momento a Jesús. Lo mismo hizo con los apóstoles. No los dejó. Perseveró con ellos en la oración en Pentecostés.

¿Qué significa para María ser del pueblo de Dios? Significa ser parte de un pueblo pobre y vivir sus problemas y esperanzas. Cree y espera que las promesas de Dios se realizarán. Era una “Pobre de  Yaveh” que vive una vida pobre y asume la causa de los pobres: “el reino de Dios y su justicia”.

Con la mirada puesta en María, vivamos el espíritu de Adviento. El Bautista, en este IIo  domingo de adviento, nos llama a la conversión. “Preparen el camino al Señor, emparejen sus senderos”. Este grito del Bautista no ha perdido actualidad. Como María, necesitamos ser de Dios y ser del pueblo. Escuchar más y mejor la Palabra de Dios y vivir de cerca los problemas y sufrimientos de las gentes. Es ahí, en medio de la vida, donde se le tiene que sentir a Dios como “alguien bueno”: un Padre que atrae a todos a buscar juntos una vida más humana. Quien no siente así a Dios no sabe cómo vivía Jesús ni cómo vivía María.

Sólo desde una actitud de conversión podemos vivir el adviento y preparar cristianamente la Navidad. Sólo una Iglesia en actitud de conversión es digna de Jesús. Conversión que nos lleve a vivir para el reino de Dios y su Justicia. Conversión para que “la compasión” y la ternura estén en el centro de nuestras relaciones humanas. La ternura siempre es curativa; con palabras, con manos, con caricias, con besos… Conversión que sintonice con el actuar de Jesús, que no es otro sino el aliviar el sufrimiento, curar la vida y abrir un horizonte de esperanza a los pobres.

Vivamos esta fiesta en actitud de silencio: El silencio de María. Si la persona se recoge y queda callada ante Dios, tarde o temprano su corazón comienza a abrirse. Se abre a Dios y se abre a los demás. A ello nos invita el Bautista. A ello nos invita María. “Una Palabra ha dicho Dios y la ha dicho en el silencio”.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

I DOMINGO DE ADVIENTO



Lucas 23, 35-43.
"Adviento, don y tarea"

P. Félix Zaragoza S.


Comenzamos hoy el tiempo de Adviento, iniciando así un nuevo año litúrgico. Es como si estrenáramos ilusiones y esperanzas nuevas.

Adviento significa “venida”. Por tanto celebrar el adviento es reconocer la venida permanente de Dios que  vino, vendrá y no deja de venir. Así nos preparamos para la venida histórica que celebramos en Navidad. A la vez, el evangelio de hoy nos invita a estar preparados para la segunda venida del Señor.

Algo se conmueve dentro de nosotros  al iniciar el camino hacia la Navidad. Como que estamos más predispuestos  a la solidaridad, a la paz… El Adviento comienza con un canto a la futura paz universal. El profeta Isaías en la lectura de hoy anuncia que las armas se transforman en herramientas de trabajo: “De las espadas forjarán arados; de las lanzas, tijeras de podar. Nadie aprenderá a hacer la guerra”. Esto significa para nosotros   sembrar confianza, abrir horizontes de vida e irradiar esperanza. 

Celebrar el adviento es, sobre todo, vivir la esperanza. Y la esperanza es un constitutivo esencial en el ser humano. Lo último que se pierde. Vivir es esperar. Pero no todos esperamos igual. Unos esperan el advenimiento del dinero y el bienestar… otros, los cristianos, debemos esperar que el proyecto de Dios se vaya haciendo realidad.

Esperar la venida del Señor es confiar en la promesa de Dios, punto de arranque para transformar el mundo. La vida cristiana es una vida de esperanza. Pero una esperanza activa: “preparar el camino al Señor”, salir a su encuentro, anticipar el gozo de su venida…

En el Principito el zorro decía algo así: “Si me dices que vas a venir a las cuatro, yo te estaré esperando desde las tres”. A algo así nos invita el evangelio de hoy: “Estén en vela… estén preparados, porque a la hora que menos piensen vendrá el Hijo del hombre”. Son palabras que invitan a despertar y a vivir con más lucidez y más responsabilidad, a superar la superficialidad que lo invade todo, a no dejarnos arrastrar por la corriente, cuyo objetivo es tener y consumir.

Estar en vela, vigilar, es sacudirnos de encima la indiferencia, la rutina y la pasividad que nos hace vivir dormidos. Nos da lo mismo. La mitad de los chilenos no han votado en las elecciones. 

Estar en vela, en expresión del Papa Francisco, será  “ir a hacer lío”. Si no “despertamos”, seguiremos engañándonos y no habrá conversión ni personal ni en la Iglesia.

Estar en vela, vigilar, es estar atentos a la realidad. Saber ver los “signos de los tiempos”, escuchar los gemidos de los que sufren y vivir más atentos a los llamados del Evangelio. Tenemos corazón, pero se nos puede haber endurecido. Tenemos oídos, pero no escuchamos lo que Jesús escuchaba. Tenemos ojos, pero no vemos la vida como la veía Jesús, ni miramos a las personas como él las miraba.

Al comenzar el adviento, todos hemos de preguntarnos qué es lo que estamos descuidando en nuestra vida. Qué es lo que  en “el sueño” que estamos no nos deja soñar. Qué es lo que debemos cambiar y a qué hemos de dedicar más atención y más tiempo. Qué podemos hacer para no caer en el aburrimiento y superar el cansancio de vivir siempre lo mismo. Cómo acertar con el secreto de la vida…

Las palabras de Jesús hoy están dirigidas a todos y cada uno: “Estén atentos, vigilen”. Hemos de reaccionar.  Si lo hacemos, viviremos uno de esos raros momentos en que nos sentimos “despiertos” desde lo más hondo de nuestro ser.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

SOLEMNIDAD DE CRISTO REY, REY DEL UNIVERSO



Lucas 23, 35-43.
"Servir es reinar"
en el Año de la Fe
P. Félix Zaragoza S.


Hoy, que ya es el último domingo del año litúrgico, celebramos la fiesta de Cristo Rey del Universo. Hoy también se clausura el año de la fe.

            El evangelio de Lucas, que nos ha acompañado durante este año, nos sitúa en el calvario, en el momento culminante de Jesús: su entrega hasta la muerte. Hoy se nos invita a resumir todo lo contemplado a lo largo del año en una sola mirada: Jesús, el único que vale la pena tener ante los ojos. “¡Mirarán al que traspasaron!”.

            “La gente estaba allí mirando” dice el evangelio de hoy. Nosotros podríamos situarnos con esa gente en el calvario, para mirar a Jesús en el momento culminante de su muerte. Sólo una mirada desde el silencio nos permitirá contemplar el misterio de la Cruz de Jesús y de todas las cruces que rodean a la de Jesús:  “había otros crucificados con él”. Una mirada al crucificado nos centrará esta fiesta de que Cristo es Rey, pero no como los reyes de este mundo.

            Dejemos también que resuene por dentro ese breve diálogo tan elocuente, esa plegaria de otro crucificado: “Jesús acuérdate de mí cuando estés en tu reino” y la respuesta de Jesús: “Te aseguro que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”.

            Nuestra Iglesia está presidida por la imagen del Crucificado. Ahí está nuestro Dios y ahí están también, como en el calvario, otros “crucificados”: personas que sufren crucificados por la desgracia, las injusticias y el olvido: niños que mueren de hambre, mujeres maltratadas, niños violados, ancianos ignorados, emigrantes sin papeles y sin futuro, torturados y asesinados, tantos que sufren y mueren abandonados.

            Hoy, al contemplar a Jesús como Rey del Universo, lo vemos en una cruz. ¿Qué hace Dios en una cruz? Despojado de todo poder, de toda belleza estética, de todo éxito político y de toda aureola religiosa. Es rey con corona, pero de espinas. No tiene otro manto regio que su propia piel. En sus manos no hay otro cetro que el fierro frío y penetrante de los clavos. Así, Dios se revela en lo más puro e insondable de su misterio, como amor y sólo amor. Por eso padece con nosotros, sufre con nuestro sufrimiento y muere con nuestra muerte.

            Al contemplar a Jesús como rey en una cruz no lo podemos ver a él solo. En el calvario no está solo. Hoy tampoco.

            Por eso, esa cruz de Cristo, levantada en el centro de la Iglesia, es “memoria” conmovedora de un Dios crucificado y recuerdo permanente de su identificación con tantos inocentes que sufren de manera injusta en nuestro mundo.

            Esa cruz nos recuerda que Dios sufre con nosotros. ¿Qué significa la imagen del crucificado si no vemos marcados en su rostro el sufrimiento, la soledad, la tortura y desolación de tantos hijos e hijas de Dios?

            Al clausurar el Año de la Fe, nos tenemos  que preguntar: ¿Cómo es posible creer en un Dios crucificado por los hombres? ¿Nos estamos dando cuenta de lo que decimos creer? ¿Qué hace Dios en una cruz? ¿Cómo puede subsistir una religión fundada en una concepción tan absurda de Dios? ¿Qué sentido tiene llevar una cruz sobre  nuestro pecho si no sabemos cargar con la más pequeña cruz de tantas personas que sufren junto a nosotros? ¿Qué significan nuestros besos al crucificado si no despiertan en nosotros el cariño, la acogida y el acercamiento a quienes viven crucificados?

            Un  “Dios Crucificado” no es un ser “Todopoderoso”, majestuoso, inmutable, ajeno a los sufrimientos, sino un Dios humillado que sufre con nosotros el dolor, la angustia y hasta la misma muerte.

            Con la cruz, o termina nuestra fe en Dios o nos abrimos a una comprensión nueva y sorprendente de un Dios  que, encarnado en nuestro sufrimiento, nos ama de manera increíble.

Esta es la manera más auténtica de celebrar la fiesta de Cristo Rey del Universo: Mirar al Señor, pero sin desviar la mirada de los otros crucificados, para reavivar nuestra compasión hacia los que sufren.

jueves, 14 de noviembre de 2013

XXXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO



Lucas 21, 5-19.
"¿De qué fin del mundo habla Jesús?"
en el Año de la Fe
P. Félix Zaragoza S.


El domingo recién pasado hablábamos de nuestra muerte, no como un fin definitivo, sino desde nuestra fe en la resurrección. Hoy escuchamos a Jesús hablar sobre lo que llamamos el fin del mundo. Pero de ¿qué fin se trata?

Estamos ante un texto de difícil explicación, ya que viene envuelto en un ropaje extraño, en un género literario llamado apocalíptico, muy lejano al lenguaje de nuestra cultura actual.

Es la última visita de Jesús a Jerusalén. Algunos que lo acompañan se admiran al contemplar “la belleza del templo”. Jesús, por el contrario, siente algo muy diferente. Jesús ve el templo de manera más profunda: en ese templo tan grandioso no se está acogiendo el proyecto de Dios: el reino de Dios. Por eso Jesús lo da por destruido: “Esto que contemplan llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”.

La manera de vivir la religión en torno al templo es engañosa y perecedera, ya que no está de acorde con el querer de Dios: “el reino de Dios y su justicia” y no se escucha el llanto y el clamor de los que sufren. Por eso “todo será destruido”. Esa religión en torno al templo llegará a su fin.

Según la mentalidad judía, el mundo se acabaría el día en que el templo de Jerusalén fuera destruido. Preguntar por la destrucción del templo equivalía a preguntar por el fin del mundo: “¿Cuándo va a ocurrir esto?”. Jesús no responde directamente a la pregunta de los discípulos. Jesús dice: “Cuidado con que nadie les engañe. Porque muchos vendrán usando mi nombre, diciendo: Yo soy, o bien: el momento está cerca. No vayan tras ellos. Cuando hablen de guerras, desastres… no tengan miedo. Todo eso tiene que ocurrir, pero el final no llegará tan luego…”.

Ni las guerras, ni las revoluciones, ni las catástrofes naturales, ni los falsos mesías de cualquier clase son anticipo ni anuncian el fin del mundo.

Más aún, ante estos acontecimientos que algunos ven como “signos del fin del mundo”, el cristiano tendrá que sufrir y padecer mucho: “les perseguirán por causa de mi nombre… con vuestro aguante y perseverancia conseguirán salvar vuestras vidas”.

Las palabras de Jesús no nacen de la ira. Menos del desprecio o resentimiento. El mismo evangelio de Lucas nos dice un poco antes que, al acercarse a Jerusalén y ver la ciudad, Jesús “se echó a llorar”. Su llanto es profético. Los poderosos no lloran. El profeta de la misericordia y la compasión sí.

Jesús llora ante Jerusalén porque ama la ciudad más que nadie. Llora por una “religión vieja” que no se abre a “la novedad del reino de Dios”. Sus lágrimas expresan su solidaridad con el sufrimiento de su pueblo.

La actuación de Jesús arroja no poca luz sobre la situación actual. A la crisis actual en la Iglesia, la manera de abrir caminos a la novedad creadora del reino de Dios es dar por terminado todo aquello que alimenta una “religión vieja”, caduca y que no  genera la vida que Dios quiere introducir en el mundo.

Dar por terminado algo vivido de manera “sagrada” durante siglos no es fácil. No se hace condenando a quienes quieren “conservar” lo de antes como eterno y absoluto. Se hace “llorando”, pues los cambios exigidos por la conversión al reino de Dios hacen sufrir a muchos. Este es el camino abierto por el Concilio Vaticano II y en este sentido se sitúan  los signos que viene realizando el Papa Francisco.

Los profetas denuncian el pecado en la Iglesia con signos claros de conversión. Lo hacen “llorando”, padeciendo y perseverando. Pero, como “dolores de parto”, esperando una nueva manera de vivir la religión más llena de evangelio. Según San Pablo, “la creación entera está gimiendo con dolores de parto… esperando su liberación”.

Jesús nos invita a enfrentarnos con lucidez y responsabilidad.

Lo que nos puede llevar a establecer la justicia del reino de Dios no es la violencia, que pretende resolver todo por la fuerza, ni la resignación de los que se cansan de seguir luchando por un futuro mejor más conforme con el mismo Evangelio.

No es el mismo mundo que Dios creó y vio que era bueno, lo que va a ser destruido. Lo que llegará a su fin es la injusticia, la opresión, la mentira… para establecer el reino de Dios que es justicia, libertad, paz, vida, y amor.

No sabemos cómo será ese final, pero no será un final catastrófico, sino de sublimación, en que “Dios será todo en todo”.

jueves, 7 de noviembre de 2013

XXXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Lucas 20, 27-38.
"Después de la muerte ¿qué?"
en el Año de la Fe
P. Félix Zaragoza S.

El evangelio de este domingo nos presenta una situación en que los saduceos, un grupo que no creía en la resurrección, como tantas personas en la actualidad, plantean a Jesús el caso de una mujer que quedó viuda siete veces y le preguntan: “¿De cuál de ellos será esposa en la resurrección?, pues los siete la tuvieron por mujer”.

La manera de hacer la pregunta da a conocer el concepto que tienen del matrimonio: una pura relación legal destinada a la reproducción.
            
Con la preguntan pretenden, así, ridiculizar la creencia en la vida después de la muerte. Pero  Jesús no entra en el terreno de la broma y manifiesta su fe en la resurrección y que Dios es un “Dios de vivos y no de muertos”.
            
Antes que nada, Jesús rechaza la idea pueril de los saduceos, que imaginan la vida de los resucitados como prolongación  o calco de esta vida que ahora conocemos, como si resucitar fuera simplemente un revivir para volver a vivir como antes.
            
Es un error representarnos la vida resucitada por Dios  a partir de nuestras experiencias actuales. Hay una diferencia radical entre nuestra vida terrena y esa vida plena que esperamos. Esa vida que situamos en “el cielo”, es una vida absolutamente “nueva”. Por eso la podemos esperar, pero nunca describir o explicar.
            
“Dios no es un  Dios de muertos, sino de vivos. Para Dios todos están vivos”. Dios es fuente inagotable de vida. La muerte no le puede ir quitando a Dios sus hijos después de unos años de vida. Cuando nosotros los lloramos porque los hemos perdido en esta tierra, Dios los contempla llenos de vida porque los ha acogido en su amor de Padre.
            
Según Jesús, la unión de Dios con sus hijos no puede ser destruida por la muerte. Su amor es más fuerte que la muerte. Dios crea a sus hijos, los cuida, los defiende, se compadece de ellos y rescata su vida del pecado y de la muerte.
            
Dios es amigo de la vida. Por eso se compadece de todos los que no saben o no pueden vivir de manera digna. No descuida nada de lo que ha creado. Ama a todos los seres, de lo contrario no los hubiera creado. Mucho más a sus hijos que los ha creado a “su imagen y semejanza”.
            
Jesús nos propone a los hombres que vivamos y ayudemos a vivir, amando a los demás sin límites. Así, asegura una vida definitiva a todos los que se preocupen por la vida de los necesitados: “porque tuve hambre y me diste de comer…  entra a casa a gozar del reino de los cielos”.

¿Por qué hemos de morir?

Algo se subleva dentro de nosotros ante la muerte. Sí desde lo más hondo de nuestro ser nos sentimos hechos para vivir, ¿por qué hemos de morir?
            
El hombre es el único animal que sabe que va a morir. Buscamos una mejor calidad de vida. Nos damos cuenta de que la vida debería ser mejor para todos: más segura, más feliz, más larga… En el fondo anhelamos vida eterna.
            
No es difícil  de entender la actitud de vivir sin pensar en la “otra vida”. En las encuestas sobre la fe, el tema de la resurrección aparece como uno de los menos aceptados por la mayoría de los creyentes. ¿Para qué pensar en otra vida, si sólo estamos seguros de esta vida? ¿No es mejor disfrutar al máximo nuestra vida actual?
            
Son preguntas que están en la conciencia del hombre contemporáneo.
            
Sin duda, esta vida finita encierra un gran valor. Es muy grande vivir, aunque sólo sea unos años. Es lindo amar, gozar, luchar por un mundo mejor… Pero hay algo que, honradamente, no podemos eludir: la verdad última de todo proceso sólo se capta en profundidad desde el final.
            
Si lo último que nos espera a todos y a cada uno es la nada, ¿qué sentido último  pueden tener nuestros trabajos, esfuerzos, progresos…?, ¿qué  decir de los que han muerto sin haber disfrutado de felicidad alguna?, ¿qué decir de tantas vidas malogradas, sufridas, perdidas o sacrificadas?, ¿qué esperanza puede haber para ellos?, ¿qué esperanza puede haber para nosotros mismos, que no tardaremos en desaparecer de esta vida sin haber visto cumplidos nuestros deseos de felicidad y plenitud?
            
El misterio último de la vida exige alguna respuesta. Alguien ha dicho: “De la muerte, la razón me dice que es definitiva. De la razón, la razón me dice que es limitada”. Desde los límites y la oscuridad  de la razón humana, los creyentes nos abrimos con confianza al misterio de Dios.
            
Dios no es sólo el creador de la vida sino que también, es el resucitador que la lleva a su plenitud. Dios nos ha creado para vivir: esta vida y la vida eterna.

miércoles, 30 de octubre de 2013

XXXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO



Lucas 19, 1-10.
"¡Un adulto rico subido a un árbol!"
en el Año de la Fe
P. Félix Zaragoza S.


El evangelio de hoy nos cuenta la historia de Zaqueo, un cobrador de impuestos, como el personaje del evangelio del domingo pasado que “salió del templo purificado”. Por ser recaudador de impuestos es despreciado y marginado por su pueblo. No es un hombre querido. La gente le considera “pecador”. Un hombre que no sirve a Dios, sino al dinero. Se ha enriquecido: es rico. Pero es “bajo de estatura”. No tenía la altura adecuada para ver a Jesús.

Un posible significado del nombre de Zaqueo es “Dios se ha acordado”. Jesús vino a buscar al que está “olvidado”, “perdido”.

Con todo “quería ver quién era Jesús”. Ha oído hablar de él, pero no lo conoce. Quiere ver a Jesús, pero no podía hacerlo por causa de la multitud. Tiene que superar diferentes obstáculos. Es “bajo de estatura”, sobre todo porque su vida no está motivada por ideales grandes. El egoísmo nos achica, encoge el corazón, nos hace “manos de guagüita”.

La gente es otro impedimento: tendrá que superar prejuicios sociales. Es un excomulgado de su propio pueblo.

Pero Zaqueo prosigue su búsqueda con sencillez y sinceridad. “Corre” ´para adelantarse a todos y se sube a un árbol como un niño. No piensa en su dignidad de señor y  autoridad de jefe de cobradores de impuestos. Busca ver a Jesús. Probablemente ni el mismo sabe lo que anda buscando: verdad, paz, una “vida digna, lograda y feliz”.

Es entonces cuando descubre que Jesús también lo está buscando a él, pues, al llegar a aquel lugar, fija en él su mirada y le dice: “El encuentro será hoy mismo en tu propia casa de pecador”. Zaqueo se baja y lo recibe en su propia casa lleno de alegría.

Hay momentos decisivos en los que Jesús pasa por nuestra vida porque quiere salvar lo que hoy nosotros estamos echando a perder. No hemos de dejarlos pasar.

Jesús lo llama por su nombre. Ya sabemos lo que significa: “Dios se ha acordado”, “Dios no se olvida”. Jesús le ofrece su amistad personal: comerá en su casa, le escuchará, podrán dialogar. Acogido, respetado y comprendido por Jesús, Zaqueo decide reorientar su vida. Descubre que lo importante no es acaparar, sino compartir. No le importa “ser pequeño”. Decide hacerse todavía más pequeño: achica sus riquezas.

Al encontrarse con Jesús cambia su manera de mirar la vida: Ya no piensa sólo en su dinero, sino en los sufrimientos de los demás, hace honor a su nombre: “Dios se acuerda”
de los pobres. Cambia su estilo de vida: hará justicia a los que ha explotado y compartirá sus bienes con los pobres.

Esta es la conversión de un rico subido en un árbol. ¿Cuál tiene que ser nuestra conversión? Tarde o temprano, todos corremos el riesgo de “instalarnos” en la vida renunciando a cualquier aspiración de vivir con más calidad humana. Todos debemos saber que un encuentro más auténtico con Jesús puede hacer nuestra vida más humana y más solidaria. Y es que el evangelio es “una fuerza para vivir”.

No lo hemos de olvidar. El Dios cristiano es un Dios que busca reavivar y reconstruir lo que nosotros podemos estropear y echar a perder. Dios no es carga pesada, sino vigor y estímulo para vivir con acierto.

martes, 22 de octubre de 2013

XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Lucas 18, 9-14.
"Dos maneras de rezar"
en el Año de la Fe
P. Félix Zaragoza S.


En el evangelio de hoy Jesús contrapone la oración arrogante del fariseo (a la vista de todos un hombre bueno) y la oración sencilla y confiada de un pecador-recaudador de impuestos (a la vista de todos un hombre malo).

La parábola de hoy es una de las más desconcertantes de Jesús. Un piadoso fariseo y un pecador-recaudador de impuestos suben al templo a orar. ¿Cómo reaccionará Dios ante dos personas de vida moral y religiosa tan diferente y opuesta? Esta es la pregunta de fondo. ¿Cuál es la postura acertada ante Dios?

El fariseo está convencido de estar a bien con Dios. Ora de pie, seguro y sin temor alguno. Su conciencia no le acusa de nada. Todo lo hace bien. No es hipócrita. Lo que dice es verdad. Cumple fielmente la ley, e incluso la sobrepasa. Todo lo agradece a Dios: “¡Oh Dios!, te doy gracias”. Si este hombre no es santo, ¿quién lo va  a ser? Seguro que puede contar con la bendición de Dios.

El pecador-recaudador, por el contrario, se retira a su rincón. No se siente cómodo en aquel lugar santo. No es su sitio. Ni siquiera se atreve a levantar sus ojos del suelo. Se golpea el pecho y reconoce su pecado. No intenta disimular sus errores. No promete nada. No puede dejar su trabajo donde se roba con facilidad, ni devolver lo que ha robado. No puede cambiar su vida. Sólo le queda abandonarse a la misericordia de Dios: “¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy un pecador”. Nadie querría estar en su lugar. Es impensable que Dios pueda aprobar su conducta.

De pronto Jesús concluye su parábola con una afirmación desconcertante: “Yo os digo que este pecador-recaudador bajó a su casa justificado, y aquel fariseo no”.

A los oyentes se les rompen todos los esquemas. Quizá a nosotros también. Si es verdad lo que dice Jesús, ante Dios no hay seguridad para nadie, por muy santo que se crea. Todos hemos de recurrir a su misericordia.

Esta conclusión de Jesús es revolucionaria. El pecador no ha podido presentar a Dios nada bueno, pero ha hecho lo más importante: acogerse a su misericordia. Vuelve transformado, bendecido, “justificado” por Dios.

El fariseo, por el contrario  ha decepcionado a Dios. Sale del templo como entró: sin conocer la mirada misericordiosa de Dios. En su corazón sólo cabe el amor a sí mismo. Su corazón es de piedra, como las tablas de su ley. Tras su aparente piedad se esconde una actitud “atea”. Este hombre no necesita de Dios. No le pide nada. Se basta a sí mismo. Se cree grande porque empequeñece a los demás.

Hay algo fascinante en Jesús. Es tan desconcertante su fe en la misericordia de Dios que no es fácil creer en él. Es tan sensible al sufrimiento del  hombre que es imposible no comprometerse con él.

El pecador era consciente de su falta de amor. No tiene nada que ofrecer a Dios,  pero sí mucho que recibir de Dios: su perdón y su misericordia. En su oración hay autenticidad. Este hombre es pecador, pero está en el camino de la verdad. Por eso Dios le rehabilita y le capacita para amar.

Hoy el evangelio nos alerta de un peligro, de un pecado, demasiado extendido: el de “la aristocracia espiritual”. Los cristianos corremos el riesgo de pensar que “no somos como los demás”. La Iglesia es santa y el mundo vive en muchos aspectos en pecado. ¿Seguiremos alimentando nuestra ilusión de inocencia y la condena de los demás, olvidando la misericordia de Dios hacia todos sus hijos? ¿Podremos sentirnos satisfechos como Iglesia? ¿No tendremos que situarnos, más bien, en una Iglesia pecadora y abandonarnos al perdón y misericordia de Dios?

¡Cuánto quisiera que esta reflexión llegara a todos los que se sienten incapaces de vivir de acuerdo con las normas que se imponen en la Iglesia, a los que no tienen fuerza para vivir el ideal moral de la religión, a los que están en la cárcel, a los que no pueden escapar de la droga o de la prostitución…! No lo olviden nunca: Jesús ha venido para ustedes. “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.

Cuando ustedes se vean juzgados, condenados,…, siéntanse comprendidos por Dios. Cuando se vean rechazados sepan que Dios los acoge. Cuando nadie los perdone, sientan el perdón inagotable de Dios. Ustedes no lo merecen. Tampoco lo merecemos nadie. Pero Dios es así: amor y perdón. No lo olvidemos nunca: según Jesús, sólo salió justificado aquel pecador que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios! ten compasión de mí”.

miércoles, 16 de octubre de 2013

XXIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Lucas 18, 1-8.
"La misión en el año de la fe"

P. Félix Zaragoza S.

Antes de dar por terminado el año de la fe, en el domingo universal de misiones, el evangelio de hoy termina preguntando: “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”.

¿De qué fe se trata? Ya lo sabemos por domingos anteriores que creer en Dios es creer en el Reino y su justicia. Creer en Dios es creer en la vida. Es intuir que el mundo tiene un sentido. Es creer que otro mundo es posible. Creer es confiar en el misterio que encierra la creación: un Dios que es amor.

Por eso, hoy tenemos que preguntarnos cómo es nuestra fe. En qué Dios creemos realmente: ¿Creemos en el Dios de Jesús? ¿Creemos de verdad en el evangelio? Por esta fe es por la que Jesús pregunta si encontrará en la tierra cuando vuelva.

Hoy decimos que muchos se están alejando de la fe. Pero también hay que preguntar: ¿En qué Dios creían? Probablemente fuera una “fe infantil”. Para vivir una fe adulta, al estilo de Jesús, hay que dejar a un lado esquemas y planteamientos infantiles, y aprender a creer de manera más responsable.

Por eso, “si alguien deja de creer en su Dios de madera, no es porque no haya Dios, sino porque el verdadero Dios no es de madera”.

El evangelio de hoy nos presenta una parábola: “el juez injusto y la viuda creyente”. La parábola es breve y se entiende bien. Ocupan la escena dos personajes que viven en la misma ciudad. Un “juez” al que le faltan dos actitudes: “no teme a Dios” y “no le importan las personas”. Es un hombre sordo a la voz de Dios e indiferente al sufrimiento de los pobres. Es la “antimetáfora” de Dios, cuya justicia consiste precisamente en escuchar a los pobres más vulnerables.

La “viuda” es una mujer sola, privada de un esposo que la proteja y sin apoyo social. Es pobre entre los más pobres. Todo depende de ella. La mujer no puede hacer otra cosa sino presionar, reclamar sus derechos, sin resignarse a los abusos de su “adversario”. Toda su vida se convierte en un grito: “Hazme justicia”. Su petición es la de todos los oprimidos injustamente.

Durante un tiempo el juez no reacciona. No se deja conmover. Después reflexiona y decide actuar. No por compasión ni por justicia. Sencillamente para evitar ser molestado, ya que la mujer era insistente.

La parábola se centra en la fe de la viuda, que confiaba firmemente en alcanzar la justicia a la que tenía derecho.

Si un juez tan egoísta y corrupto termina haciendo justicia a esta viuda, Dios, que es un Padre misericordioso, atento a los más indefensos, “¿no hará justicia a sus pobres que gritan día y noche?”

La parábola nos da un mensaje de confianza en Dios. Los pobres no están abandonados a su suerte, Dios no es sordo a sus gritos. Dios no es “imparcial” hacia los débiles.

El símbolo de la justicia en el mundo grecorromano era una mujer que, con los ojos vendados, imparte un veredicto supuestamente “imparcial”. Según Jesús, Dios no es este tipo de juez imparcial. No tiene los ojos vendados. Conoce muy bien las injusticias que se cometen con los débiles y su misericordia le hace inclinarse a favor de ellos.

¿Qué eco pude tener hoy en nosotros este relato que nos recuerda tantas injusticias?

La parábola nos interpela a todos los creyentes. ¿Seguiremos alimentando nuestras devociones privadas olvidando a quienes viven sufriendo? ¿Continuaremos orando a Dios para ponerlo al servicio de nuestros intereses sin que nos importen mucho las injusticias que hay en el mundo? ¿Nuestra fe es esta, de la que habla el evangelio de hoy, que lucha por el Reino y su justicia, o es más bien una fe que sustituye la sed de justicia por “culto”, “ritos” o vivir devotamente sin complicaciones?

Que la misión de este año de la fe nos fortalezca y, a ejemplo del papa Francisco, unamos fe y vida.

sábado, 12 de octubre de 2013

XXVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Lucas 17, 11-19.
"Marginación y agradecimiento"
En el año de la fe
P. Félix Zaragoza S.

El evangelio de hoy nos informa de que Jesús sanó a 10 leprosos. Pero sólo uno se volvió para agradecérselo. Este era un samaritano, doblemente marginado: marginado por ser leproso y por ser samaritano.

Diez leprosos llegan al encuentro de Jesús. La Ley del Antiguo Testamento les prohíbe entrar en contacto con él. Por eso “se paran a lo lejos” y desde lo lejos le piden la compasión que no encuentran en aquella sociedad que los excluye: “Ten compasión de nosotros”.

“Al verlos” allí, lejos, solos y marginados, pidiendo un gesto de compasión, Jesús no espera a nada. Dios los quiere ver conviviendo con todos: “vayan a presentaros a los sacerdotes”. Que los representantes de Dios les den la autorización para volver a sus casas y a la sociedad. Mientras iban de camino quedaron limpios.

El sacerdote era quien tenía que verificar la curación y dar el certificado de pureza. La respuesta de Jesús exige mucha fe por parte de los leprosos. Deben ir al sacerdote como si ya estuviesen curados. En realidad, sus cuerpos continuaban cubiertos  de lepra. Pero creyeron en la Palabra de Jesús y fueron a presentarse a los sacerdotes. Y cuando iban caminando quedaron curados. ¡Están purificados! Dejan de estar marginados. La lepra es una marginación creada por la religión, no por Dios. Jesús libera de estos esquemas religiosos.

El relato podía haber terminado aquí. Pero al evangelista le interesa destacar la reacción de uno de ellos. Este hombre “ve que está curado”: comprende que acaba de recibir algo muy grande. Su vida ha cambiado. Entonces, en vez de presentarse a los sacerdotes, “se vuelve” hacia Jesús. Allí está su Salvador.

Ya no camina como un leproso, apartándose de la gente como un marginado. Vuelve exultante, lleno de gozo. Hace dos cosas. En primer lugar “alaba a Dios a grandes gritos”: Dios está en el origen de su salvación. Luego se postra ante Jesús y  “le da gracias”: este es el profeta bendito por el que llega la compasión de Dios.

Jesús no le pide cuentas por desobedecer: no fue al sacerdote. Por el contrario, Jesús le pone como ejemplo. Descubrió en Jesús la presencia de Dios, y se abrió a Dios, adoptando una actitud de agradecimiento y libertad. Y esta actitud, dice Jesús, es la postura acertada: “levántate, vete, tu fe te ha salvado”.

Así, Jesús, completa la respuesta a la petición que le habían hecho los discípulos el domingo pasado: “auméntanos la fe”.

La fe de la que habla el evangelio es, ya la sabemos también por el domingo pasado, una confianza radical en Jesús que propaga una vida digna, sana y plena para todos. Donde no hay marginados. Todos igualmente hijos de Dios, todos hermanos.

La fe salva de la lepra y, sobre todo, salva de la marginación.

Quizá nos encontremos con un problema: nosotros llamamos “salvación” a unas determinadas cosas y Jesús llama salvación a otras.  Para muchos la salvación queda relegada a  la “vida eterna”, a la salvación después de la muerte, a lo que llamamos “cielo”. Para otros, es conseguir cosas materiales. Para el leproso la salvación es todo: curarse de la lepra, dejar de ser  excluido, poder convivir en sociedad y tener una vida digna, lograda y feliz.

“Los otros nueve ¿dónde están?”, pregunta Jesús. ¿Siguen entretenidos con los sacerdotes, cumpliendo leyes y ritos prescritos? No han descubierto de dónde llega a su vida la salvación. Han sido curados físicamente, pero no entendieron su salvación de raíz. Por lo mismo no supieron ser agradecidos.

El agradecimiento es la clave de la relación cristiana con Dios. Por eso nuestro encuentro dominical se llama “Eucaristía”, que quiere decir: “Dar gracias”.

Se ha dicho que la gratitud está desapareciendo en las relaciones humanas. Vivimos en una “cultura de la sospecha” que hace difícil el agradecimiento. Se ha hecho dogma de fe que nadie da nada gratis a nadie. Estamos en una civilización mercantilista, donde cada vez hay menos lugar para lo gratuito. Todo se intercambia, se presta, se debe o se exige. En este clima social la gratitud desaparece. Cada cual tiene lo que se merece, lo que se ha ganado.

Así, también Dios sigue siendo un Dios que “premia a los buenos y castiga a los malos”. Ante un Dios así no cabe mucho la experiencia religiosa de alabanza y acción de gracias.

Pero Dios nos salva de balde, porque quiere y porque nos quiere. Ante este Dios brota espontáneamente la acción de gracias.

Pocas cosas hay más humillantes que decirle a  alguien: “Eres un desagradecido”.

Hagamos realidad lo que decimos en cada Eucaristía: “Es justo y necesario dar gracias a Dios y alabarle”.

jueves, 3 de octubre de 2013

XXVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Lucas 17, 5-10.
"Ser creyente hoy"
En el año de la fe
P. Félix Zaragoza S.

El evangelio de hoy nos habla de la fe. Se trata de volver a lo esencial de la fe.


Tener fe no es tener opinión sobre Dios; tampoco una forma cultural o una devoción. La fe de un cristiano es descubrir a Jesús, fiarse de él y acoger el Evangelio.

Cuando los discípulos de Jesús, después de escuchar la parábola del domingo pasado: el rico y el pobre Lázaro…, le piden: “auméntanos la fe”, se sale de la lógica de la cantidad, del tener más o menos fe, y se salta a la calidad. La describe como una semilla pequeña, pero llena de vida, como una fuerza capaz de transformar la sociedad.

Para entender el evangelio de hoy tenemos que recordar las parábolas del Reino. Hay que tener presente la parábola de “la semilla de mostaza”. Crece con ramas como brazos abiertos que acogen a los pájaros, donde entran y salen y ponen el nido. Hoy tenemos que pedir con los apóstoles: “añádenos más fe a la que tenemos”. La fe que vivíamos desde niños parece que hoy es insuficiente. A esa fe tradicional hay que añadirle “algo más” para ser cristiano.

Lo primero que necesitamos hoy los cristianos no es “aumentar” nuestra fe en doctrinas y normas. Lo decisivo es  reavivar en nosotros una fe viva y fuerte en Jesús. Lo importante no es creer cosas sino creerle a él.

No se debe confundir cualquier envoltorio con el corazón de la fe. Es un error confundir la esencia del cristianismo con cualquier creencia, cualquier rito, cualquier precepto moral.

Jesús nos ha mostrado con su vida cómo hemos de creer, en quién hemos de creer, quién es nuestro Dios. Tenemos que rezar con un maestro de la Iglesia: “Dios mío, líbrame de mi Dios”. Puedo creer en un Dios que no es el que Jesús nos da a conocer. El Dios de Jesús se revela primero en quién es Dios para Jesús: Alguien para quien Dios es Dios como no lo ha sido para nadie. No es el Dios “todopoderoso” y lejano, sino un Padre que se parece más bien a una “madre”. No es un Dios pasivo, sino “pasional”, que padece y simpatiza con los hombres, sobre todo los más excluidos. Es un Dios que tiene un proyecto de amor, justicia, libertad y paz  para todos los hombres.

Necesitamos  contagiarnos de su pasión por Dios y su compasión por los últimos. Si no es así, nuestra fe seguirá siendo más pequeña que “un granito de mostaza”. No “arrancará moreras” ni “plantará nada nuevo”.

¿Cómo podemos hoy nosotros, los cristianos de  fe tibia y débil, aprender a creer al estilo de Jesús? Jesús deja a Dios ser Dios, ser un Dios diferente del que con frecuencia creemos.

Más de veinte siglos de cristianismo han dejado mucho polvo y escoria sobre el retablo del credo apostólico. Es urgente restaurar el retablo central de la fe. En los buenos retablos los ángeles están en los aleros, no en los paneles centrales. Estos suelen estar reservados para Dios Padre, a Jesucristo, al Espíritu Santo. No es posible vivir una fe adulta con un catecismo de infancia.

Hoy no se puede creer en Dios como hace unos años. A nosotros nos toca la tarea de aprender caminos nuevos para abrirnos al misterio de Dios. La fe no está en nuestras creencias o en nuestras dudas. Está más allá: en el corazón que nadie, excepto Dios, conoce.

Lo importante es ver si nuestro corazón busca a Dios o lo rechaza. A pesar de toda clase de interrogantes, si de verdad buscamos a Dios, siempre podemos decir desde el fondo de nuestro corazón la oración de los discípulos: “Señor, auméntanos la fe”. El que reza así es ya creyente.