jueves, 2 de enero de 2014

DOMINGO DE EPIFANÍA

Mateo 2, 1-12.

La manifestación del Señor
Matar o adorar
P. Félix Zaragoza S.

Hoy celebramos la fiesta de la Epifanía. Y Epifanía significa manifestación de Dios. Por tanto lo central del evangelio de hoy es la manifestación de la salvación de Dios a todos los pueblos en Cristo Jesús.

La fiesta de hoy prolonga la fiesta de Navidad. Pero si en el día de Navidad hemos celebrado a “Dios con nosotros”, hoy, en la fiesta de la Epifanía, celebramos a “Dios para nosotros”. Jesús es salvador para todos los hombres. Un Dios que se deja conocer por los desconocidos, por los últimos, por los pecadores… Todos estos están representados por los magos que vienen del Oriente. Ellos son paganos. No conocen las Escrituras sagradas, pero sí el lenguaje de las estrellas. Buscan la verdad y se ponen en marcha para descubrirla. Se dejan guiar por el misterio, pues sienten necesidad de “adorar”. Han visto brillar una estrella nueva que les hace pensar que ya ha nacido “el rey de los Judíos”, y vienen a “adorarlo”. Pero este rey no es Augusto. Tampoco Herodes.

¿Dónde está? Esta es su pregunta. Es rey, pero no está en un palacio. Es Dios de los Judíos pero no está en el Templo de Jerusalén. Está en un pesebre. Está en Belén.

Herodes se sobresalta. La noticia no le produce ninguna alegría. Él es quien ha sido designado por Roma como “rey de los Judíos”. Por eso en lugar de adorar, quiere matar al recién nacido.

“Los sumos sacerdotes y letrados” conocen las Escrituras sagradas y saben que ha de nacer en Belén, pero no se interesan por el niño ni se ponen en marcha para adorarlo. También al final conseguirán que muera en una cruz.

Ellos tienen el poder. Todo vale en ese mundo poderoso para asegurar el poder: el cálculo, la mentira, la estrategia. Vale incluso la crueldad, el terror, el desprecio y hasta la muerte de los inocentes. Parece que son grandes y poderosos, y se presentan como defensores del orden  y la justicia, pero son débiles y mezquinos, pues terminan buscando al niño “para matarlo”

¡Qué distinto a los magos! Ellos no matan al niño, sino que lo adoran. El gesto final de los magos es sublime. Se inclinan respetuosamente ante el niño de Belén.

Podemos vislumbrar también el significado simbólico de los regalos que le ofrecen al niño. Con el oro reconocen la dignidad del ser humano: todo lo que hay en el mundo ha de quedar subordinado a la felicidad del hombre. Eso es lo que ha hecho el mismo Dios:  “Todo lo puso bajo sus pies”, según el salmo 8. Un niño, cualquier niño merece que se pongan a sus pies todas las riquezas  y todos los medios para que pueda crecer con una vida plena y feliz.

El incienso recoge el deseo de que la vida de ese niño se despliegue y su dignidad se eleve hasta el cielo: todo ser humano está llamado a participar de la vida misma de Dios. La humanización necesita de Dios. Cuanto más hombre se haga el hombre, más experimentará la necesidad de Dios. Y es que Dios es  origen, fundamento y destino de nuestra vida.

La mirra es medicina para curar la enfermedad y aliviar el sufrimiento: el ser humano necesita de cuidados y consuelo, no de violencia y agresión.

Con su atención al débil y su ternura hacia el humillado, el Niño nacido en Belén introducirá en el mundo la magia del amor, única fuerza de salvación. Por eso, quien adora al creador, respeta y defiende su creación. Adoración y solidaridad están íntimamente unidas. Adoración y ecología no se pueden separar. Una verdadera adoración termina en un compromiso, en una lucha contra el dolor y el sufrimiento de la gente. No olvidemos que desde la óptica de las víctimas se relativizan infinidad de falsos absolutos que con facilidad podemos “adorar”.

El relato de los magos nos ofrece un modelo de auténtica adoración. Estos sabios saben mirar el mundo hasta el fondo, captar signos, acercarse al Misterio y ofrecer su humilde homenaje a ese Dios encarnado en el ser humano.


Se puede decir que esta página del evangelio tiene más de parábola que de crónica histórica. Seguramente al evangelista le hubiera gustado añadir lo mismo que Jesús decía al final de sus parábolas: “Anda, vete y haz tú lo mismo”.