sábado, 8 de diciembre de 2012

II DOMINGO DE ADVIENTO



LA HORA DE DIOS

P. Félix Zaragoza S.
Texto: Lucas 3, 1-6
    El Evangelio de este segundo domingo de Adviento, en conexión con el domingo recién pasado, pone el acento en la conversión como condición para la liberación personal, comunitaria y cósmica. El llamado a la conversión tiene como protagonista a Juan Bautista, figura central del Adviento, como precursor de Cristo. El Bautista encarna al "convertido" que llama a otros a la conversión.

    En la lectura evangélica de hoy hay dos partes bien diferenciadas, cuyo verdadero protagonista es la Palabra de Dios que viene sobre Juan Bautista en un determinado momento de la historia. En la primera parte, Lucas sincroniza la historia de la Salvación de Dios con la historia humana. La segunda parte nos presenta al Bautista predicando un bautismo de conversión.

1. La Salvación se realiza en la historia.
    "El año quince del Gobernador Tiberio, siendo Poncio Pilatos gobernador de Judea, Herodes tetrarca de Galilea, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, un mensaje de Dios llegó a Juan Bautista".

    Al decirnos exactamente cuándo empezó el Bautista a preparar a las gentes para recibir a Jesús, no es sólo una forma erudita de empezar una historia, sino sobre todo, es para indicarnos que la intervención de Dios, su plan de amor, se realiza en la misma historia colectiva de la humanidad y no sólo en la conciencia individual de cada persona.

    La Historia de la Salvación se realiza por el mismo camino, por donde la humanidad va haciendo su historia en el mundo. Cierto que no se puede identificar la historia de la Salvación y la historia de la humanidad. No es lo mismo la historia del mundo que la historia del Reino. Pero no por ello hay dos escenarios distintos ni dos historias separadas. Dios actúa en nuestro propio mundo, en nuestra propia historia. Por eso el evangelista detalla el Momento preciso de la historia política internacional y nacional, que constituye el encuadre temporal en que la Palabra de Dios entra en acción por boca del Bautista. La Palabra de Dios se encarna en la historia de los hombres. Por eso pide respuesta, cambio y conversión del hombre; no sólo a nivel personal, sino también a nivel social o estructural.

2. La Conversión: hacer un mundo de iguales.
    El Bautista miraba a la sociedad y a la vida pública con sus diversos estamentos y estratos sociales. Por eso, desde el desierto, fuera del sistema, gritaba a todos: "¡Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos!.Que se rellenen las quebradas  y se rebajen los cerros, que se enderece lo torcido y se empareje lo áspero".

    Con estas imágenes se nos habla de igualar, de emparejar, de acortar la distancia que existe entre ricos y pobres, entre hombre y mujer, entre gobernantes y gobernados. Es decir: acabar con la dominación de unos sobre otros. Es hacer que lo que a unos sobra remedie la carencia de los otros.

    Este mensaje parece no tener lugar ni cabida en nuestro mundo. Llevamos metidos hasta los huesos el deseo de sobresalir, de ser más, de distinguirnos de los otros. De ahí que no sea tarea fácil la que nos pide el evangelio de hoy. Pero esa tiene que ser nuestra conversión. Conversión no sólo personal, sino también social. A nivel personal es necesario rebajar la soberbia, la prepotencia, el egoísmo... y levantar los ánimos, la ilusión...A nivel social, rebajar los privilegios injustos y levantar los derechos humanos, llenando los vacíos del hambre, la incultura y la pobreza en toda su amplitud.

3. Para mostrar la Salvación de Dios.
    "Y todo el mundo verá la Salvación de Dios". Así termina el evangelio de hoy. 

   La situación de injusticia de nuestro mundo, en el que dos terceras partes de los hombres pasan hambre, está ocultando el plan amoroso de Dios.

    Por eso la lucha por la justicia, el empeño por una mayor igualdad entre los hombres es una dimensión constitutiva de la predicación del Evangelio. No se puede anunciar el evangelio verdaderamente sin promoción de la justicia.

    Como cristianos nos incumbe el derecho y el deber de transformar el mundo, y de emparejar tanta desigualdad, para hacerlo converger con el designio que Dios tiene sobre él. Por eso creer, evangelizar y comprometerse con la justicia no son acciones que puedan realizarse separadas. La santidad no es posible sin una solidaridad con los pobres y oprimidos, sin una lucha contra las estructuras injustas que generan un mundo "disparejo", donde los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.