jueves, 12 de septiembre de 2013

XXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Lucas 15, 1-32.
"Narrar lo incomprensible de Dios"
En el año de la fe
P. Félix Zaragoza S.


Jesús no habla de Dios definiéndolo, porque es indefinible. Jesús habla de Dios describiendo su conducta, narrando lo incomprensible en parábolas. Para ello, en el evangelio de hoy, Jesús nos cuenta tres parábolas: “la oveja perdida”, “la moneda perdida” y “el hijo pródigo”, o mejor llamada: “el padre bueno”. Las tres parábolas forman una unidad. Las parábolas de la oveja perdida (por un pastor) o de la moneda perdida (por una mujer) sólo son un puro precalentamiento para escuchar la gran parábola de un padre que ha perdido a uno de sus hijos. Centraremos la reflexión en esta última: el padre bueno o, mejor dicho, “de los retornos”, porque son dos los hijos que vuelven.

Es una excelente imagen de Dios que comprende, espera y acoge a sus hijos, respetando siempre la libertad.

No quería Jesús que las gentes de Galilea sintieran a Dios como un rey, un señor o un juez. Él lo experimentaba como un padre increíblemente bueno. En las parábolas de hoy nos hace ver cómo imaginaba él a Dios.

Dios es un padre que no piensa en su propia herencia. Respeta las decisiones de sus hijos. No se ofende cuando uno de ellos lo da por “muerto” y le pide su parte de la herencia.

Lo ve partir de casa con tristeza, pero nunca le olvida. Siempre podrá volver sin temor. Cuando lo ve venir hambriento y humillado, el padre “se conmueve”, pierde el  control y corre al encuentro de su hijo.

Se olvida de su dignidad de señor, le abraza y besa efusivamente como una madre. Interrumpe su confesión para ahorrarle más humillaciones. Ya ha sufrido bastante. No necesita explicaciones. Es su hijo. No parece sentir siquiera la necesidad de manifestarle perdón. No hace falta. Nunca ha dejado de amarlo. Siempre ha buscado para él lo mejor. Él mismo se preocupa de que su hijo se sienta de nuevo bien. Ofrece una fiesta a todo el pueblo. El hijo ha de conocer junto al padre la fiesta buena de la vida, no la diversión falsa que buscaba entre alcohol y prostitutas paganas.

Así sentía Jesús a Dios y así lo repetiría también hoy a quienes viven lejos de él y comienzan a verse como “perdidos” en medio de la vida. Cualquier prédica o catequesis que olvida esta parábola central de Jesús e impide experimentar a Dios como padre respetuoso y bueno, que acoge a sus hijos perdidos ofreciéndoles su perdón gratuito e incondicional, no proviene de Jesús ni trasmite su Evangelio.

Pero, la parábola continúa. Falta el hijo mayor, un hombre de vida correcta, pero de corazón duro y resentido. Al llegar a casa humilla públicamente a su padre, intenta descalificar,  destruir a su hermano y se excluye de la fiesta. Festejaría mejor “con sus amigos”, no con su padre y su hermano.

El padre sale también a su encuentro con el mismo cariño y le da a conocer el deseo más hondo de su corazón de padre: ver a sus hijos sentados a la misma mesa, compartiendo amistosamente un banquete, por encima de enfrentamientos, odios y condenas.

Jesús  concluye su parábola sin satisfacer nuestra curiosidad: ¿entró o se quedó afuera?

Nunca se había marchado de casa, pero su corazón estaba lejos. Sabe cumplir mandamientos, pero no sabe amar. No entiende el amor de su padre. Él no acoge ni perdona, no quiere saber nada de su hermano.

Parábola para nuestros días


Ninguna otra parábola es tan actual para nosotros como esta del “padre bueno”.

El hijo quiere ser libre, romper ataduras. ¿No es esta la situación actual? Muchos quieren verse libres de Dios, ser felices sin la presencia de un Padre eterno en su horizonte. No es fácil el camino de la libertad. Dios tiene que desaparecer. Hoy, igual que en la parábola, el Padre guarda silencio. Dios no coacciona a nadie. La sociedad moderna se aleja cada vez más de Dios. ¿No está Dios acompañándonos mientras lo vamos perdiendo de vista?

Envueltos en la crisis religiosa actual, nos hemos habituado a hablar de creyentes, alejados, matrimonios “como Dios manda”, parejas en situación irregular, agnósticos… 

Mientras nosotros seguimos clasificando a sus hijos e hijas, Dios nos sigue esperando a todos, pues no es padre sólo de los buenos, de los cumplidores o practicantes. Es Padre de todos.

El hijo mayor nos interpela a quienes creemos vivir junto a Dios:

  • ¿Qué estamos haciendo los que todavía estamos dentro de la Iglesia?
  • ¿Asegurar nuestra supervivencia religiosa observando lo mejor posible las normas o ser testigos del amor grande de Dios a todos sus hijos?
  • ¿Estamos construyendo comunidades abiertas que saben comprender, acoger, acompañar a quienes buscan entre dudas e interrogantes?
  • ¿Levantamos barreras o tendemos puentes?
  • ¿Les ofrecemos amistad o los miramos con recelo?