jueves, 14 de noviembre de 2013

XXXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO



Lucas 21, 5-19.
"¿De qué fin del mundo habla Jesús?"
en el Año de la Fe
P. Félix Zaragoza S.


El domingo recién pasado hablábamos de nuestra muerte, no como un fin definitivo, sino desde nuestra fe en la resurrección. Hoy escuchamos a Jesús hablar sobre lo que llamamos el fin del mundo. Pero de ¿qué fin se trata?

Estamos ante un texto de difícil explicación, ya que viene envuelto en un ropaje extraño, en un género literario llamado apocalíptico, muy lejano al lenguaje de nuestra cultura actual.

Es la última visita de Jesús a Jerusalén. Algunos que lo acompañan se admiran al contemplar “la belleza del templo”. Jesús, por el contrario, siente algo muy diferente. Jesús ve el templo de manera más profunda: en ese templo tan grandioso no se está acogiendo el proyecto de Dios: el reino de Dios. Por eso Jesús lo da por destruido: “Esto que contemplan llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”.

La manera de vivir la religión en torno al templo es engañosa y perecedera, ya que no está de acorde con el querer de Dios: “el reino de Dios y su justicia” y no se escucha el llanto y el clamor de los que sufren. Por eso “todo será destruido”. Esa religión en torno al templo llegará a su fin.

Según la mentalidad judía, el mundo se acabaría el día en que el templo de Jerusalén fuera destruido. Preguntar por la destrucción del templo equivalía a preguntar por el fin del mundo: “¿Cuándo va a ocurrir esto?”. Jesús no responde directamente a la pregunta de los discípulos. Jesús dice: “Cuidado con que nadie les engañe. Porque muchos vendrán usando mi nombre, diciendo: Yo soy, o bien: el momento está cerca. No vayan tras ellos. Cuando hablen de guerras, desastres… no tengan miedo. Todo eso tiene que ocurrir, pero el final no llegará tan luego…”.

Ni las guerras, ni las revoluciones, ni las catástrofes naturales, ni los falsos mesías de cualquier clase son anticipo ni anuncian el fin del mundo.

Más aún, ante estos acontecimientos que algunos ven como “signos del fin del mundo”, el cristiano tendrá que sufrir y padecer mucho: “les perseguirán por causa de mi nombre… con vuestro aguante y perseverancia conseguirán salvar vuestras vidas”.

Las palabras de Jesús no nacen de la ira. Menos del desprecio o resentimiento. El mismo evangelio de Lucas nos dice un poco antes que, al acercarse a Jerusalén y ver la ciudad, Jesús “se echó a llorar”. Su llanto es profético. Los poderosos no lloran. El profeta de la misericordia y la compasión sí.

Jesús llora ante Jerusalén porque ama la ciudad más que nadie. Llora por una “religión vieja” que no se abre a “la novedad del reino de Dios”. Sus lágrimas expresan su solidaridad con el sufrimiento de su pueblo.

La actuación de Jesús arroja no poca luz sobre la situación actual. A la crisis actual en la Iglesia, la manera de abrir caminos a la novedad creadora del reino de Dios es dar por terminado todo aquello que alimenta una “religión vieja”, caduca y que no  genera la vida que Dios quiere introducir en el mundo.

Dar por terminado algo vivido de manera “sagrada” durante siglos no es fácil. No se hace condenando a quienes quieren “conservar” lo de antes como eterno y absoluto. Se hace “llorando”, pues los cambios exigidos por la conversión al reino de Dios hacen sufrir a muchos. Este es el camino abierto por el Concilio Vaticano II y en este sentido se sitúan  los signos que viene realizando el Papa Francisco.

Los profetas denuncian el pecado en la Iglesia con signos claros de conversión. Lo hacen “llorando”, padeciendo y perseverando. Pero, como “dolores de parto”, esperando una nueva manera de vivir la religión más llena de evangelio. Según San Pablo, “la creación entera está gimiendo con dolores de parto… esperando su liberación”.

Jesús nos invita a enfrentarnos con lucidez y responsabilidad.

Lo que nos puede llevar a establecer la justicia del reino de Dios no es la violencia, que pretende resolver todo por la fuerza, ni la resignación de los que se cansan de seguir luchando por un futuro mejor más conforme con el mismo Evangelio.

No es el mismo mundo que Dios creó y vio que era bueno, lo que va a ser destruido. Lo que llegará a su fin es la injusticia, la opresión, la mentira… para establecer el reino de Dios que es justicia, libertad, paz, vida, y amor.

No sabemos cómo será ese final, pero no será un final catastrófico, sino de sublimación, en que “Dios será todo en todo”.