sábado, 12 de octubre de 2013

XXVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Lucas 17, 11-19.
"Marginación y agradecimiento"
En el año de la fe
P. Félix Zaragoza S.

El evangelio de hoy nos informa de que Jesús sanó a 10 leprosos. Pero sólo uno se volvió para agradecérselo. Este era un samaritano, doblemente marginado: marginado por ser leproso y por ser samaritano.

Diez leprosos llegan al encuentro de Jesús. La Ley del Antiguo Testamento les prohíbe entrar en contacto con él. Por eso “se paran a lo lejos” y desde lo lejos le piden la compasión que no encuentran en aquella sociedad que los excluye: “Ten compasión de nosotros”.

“Al verlos” allí, lejos, solos y marginados, pidiendo un gesto de compasión, Jesús no espera a nada. Dios los quiere ver conviviendo con todos: “vayan a presentaros a los sacerdotes”. Que los representantes de Dios les den la autorización para volver a sus casas y a la sociedad. Mientras iban de camino quedaron limpios.

El sacerdote era quien tenía que verificar la curación y dar el certificado de pureza. La respuesta de Jesús exige mucha fe por parte de los leprosos. Deben ir al sacerdote como si ya estuviesen curados. En realidad, sus cuerpos continuaban cubiertos  de lepra. Pero creyeron en la Palabra de Jesús y fueron a presentarse a los sacerdotes. Y cuando iban caminando quedaron curados. ¡Están purificados! Dejan de estar marginados. La lepra es una marginación creada por la religión, no por Dios. Jesús libera de estos esquemas religiosos.

El relato podía haber terminado aquí. Pero al evangelista le interesa destacar la reacción de uno de ellos. Este hombre “ve que está curado”: comprende que acaba de recibir algo muy grande. Su vida ha cambiado. Entonces, en vez de presentarse a los sacerdotes, “se vuelve” hacia Jesús. Allí está su Salvador.

Ya no camina como un leproso, apartándose de la gente como un marginado. Vuelve exultante, lleno de gozo. Hace dos cosas. En primer lugar “alaba a Dios a grandes gritos”: Dios está en el origen de su salvación. Luego se postra ante Jesús y  “le da gracias”: este es el profeta bendito por el que llega la compasión de Dios.

Jesús no le pide cuentas por desobedecer: no fue al sacerdote. Por el contrario, Jesús le pone como ejemplo. Descubrió en Jesús la presencia de Dios, y se abrió a Dios, adoptando una actitud de agradecimiento y libertad. Y esta actitud, dice Jesús, es la postura acertada: “levántate, vete, tu fe te ha salvado”.

Así, Jesús, completa la respuesta a la petición que le habían hecho los discípulos el domingo pasado: “auméntanos la fe”.

La fe de la que habla el evangelio es, ya la sabemos también por el domingo pasado, una confianza radical en Jesús que propaga una vida digna, sana y plena para todos. Donde no hay marginados. Todos igualmente hijos de Dios, todos hermanos.

La fe salva de la lepra y, sobre todo, salva de la marginación.

Quizá nos encontremos con un problema: nosotros llamamos “salvación” a unas determinadas cosas y Jesús llama salvación a otras.  Para muchos la salvación queda relegada a  la “vida eterna”, a la salvación después de la muerte, a lo que llamamos “cielo”. Para otros, es conseguir cosas materiales. Para el leproso la salvación es todo: curarse de la lepra, dejar de ser  excluido, poder convivir en sociedad y tener una vida digna, lograda y feliz.

“Los otros nueve ¿dónde están?”, pregunta Jesús. ¿Siguen entretenidos con los sacerdotes, cumpliendo leyes y ritos prescritos? No han descubierto de dónde llega a su vida la salvación. Han sido curados físicamente, pero no entendieron su salvación de raíz. Por lo mismo no supieron ser agradecidos.

El agradecimiento es la clave de la relación cristiana con Dios. Por eso nuestro encuentro dominical se llama “Eucaristía”, que quiere decir: “Dar gracias”.

Se ha dicho que la gratitud está desapareciendo en las relaciones humanas. Vivimos en una “cultura de la sospecha” que hace difícil el agradecimiento. Se ha hecho dogma de fe que nadie da nada gratis a nadie. Estamos en una civilización mercantilista, donde cada vez hay menos lugar para lo gratuito. Todo se intercambia, se presta, se debe o se exige. En este clima social la gratitud desaparece. Cada cual tiene lo que se merece, lo que se ha ganado.

Así, también Dios sigue siendo un Dios que “premia a los buenos y castiga a los malos”. Ante un Dios así no cabe mucho la experiencia religiosa de alabanza y acción de gracias.

Pero Dios nos salva de balde, porque quiere y porque nos quiere. Ante este Dios brota espontáneamente la acción de gracias.

Pocas cosas hay más humillantes que decirle a  alguien: “Eres un desagradecido”.

Hagamos realidad lo que decimos en cada Eucaristía: “Es justo y necesario dar gracias a Dios y alabarle”.