martes, 22 de octubre de 2013

XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Lucas 18, 9-14.
"Dos maneras de rezar"
en el Año de la Fe
P. Félix Zaragoza S.


En el evangelio de hoy Jesús contrapone la oración arrogante del fariseo (a la vista de todos un hombre bueno) y la oración sencilla y confiada de un pecador-recaudador de impuestos (a la vista de todos un hombre malo).

La parábola de hoy es una de las más desconcertantes de Jesús. Un piadoso fariseo y un pecador-recaudador de impuestos suben al templo a orar. ¿Cómo reaccionará Dios ante dos personas de vida moral y religiosa tan diferente y opuesta? Esta es la pregunta de fondo. ¿Cuál es la postura acertada ante Dios?

El fariseo está convencido de estar a bien con Dios. Ora de pie, seguro y sin temor alguno. Su conciencia no le acusa de nada. Todo lo hace bien. No es hipócrita. Lo que dice es verdad. Cumple fielmente la ley, e incluso la sobrepasa. Todo lo agradece a Dios: “¡Oh Dios!, te doy gracias”. Si este hombre no es santo, ¿quién lo va  a ser? Seguro que puede contar con la bendición de Dios.

El pecador-recaudador, por el contrario, se retira a su rincón. No se siente cómodo en aquel lugar santo. No es su sitio. Ni siquiera se atreve a levantar sus ojos del suelo. Se golpea el pecho y reconoce su pecado. No intenta disimular sus errores. No promete nada. No puede dejar su trabajo donde se roba con facilidad, ni devolver lo que ha robado. No puede cambiar su vida. Sólo le queda abandonarse a la misericordia de Dios: “¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy un pecador”. Nadie querría estar en su lugar. Es impensable que Dios pueda aprobar su conducta.

De pronto Jesús concluye su parábola con una afirmación desconcertante: “Yo os digo que este pecador-recaudador bajó a su casa justificado, y aquel fariseo no”.

A los oyentes se les rompen todos los esquemas. Quizá a nosotros también. Si es verdad lo que dice Jesús, ante Dios no hay seguridad para nadie, por muy santo que se crea. Todos hemos de recurrir a su misericordia.

Esta conclusión de Jesús es revolucionaria. El pecador no ha podido presentar a Dios nada bueno, pero ha hecho lo más importante: acogerse a su misericordia. Vuelve transformado, bendecido, “justificado” por Dios.

El fariseo, por el contrario  ha decepcionado a Dios. Sale del templo como entró: sin conocer la mirada misericordiosa de Dios. En su corazón sólo cabe el amor a sí mismo. Su corazón es de piedra, como las tablas de su ley. Tras su aparente piedad se esconde una actitud “atea”. Este hombre no necesita de Dios. No le pide nada. Se basta a sí mismo. Se cree grande porque empequeñece a los demás.

Hay algo fascinante en Jesús. Es tan desconcertante su fe en la misericordia de Dios que no es fácil creer en él. Es tan sensible al sufrimiento del  hombre que es imposible no comprometerse con él.

El pecador era consciente de su falta de amor. No tiene nada que ofrecer a Dios,  pero sí mucho que recibir de Dios: su perdón y su misericordia. En su oración hay autenticidad. Este hombre es pecador, pero está en el camino de la verdad. Por eso Dios le rehabilita y le capacita para amar.

Hoy el evangelio nos alerta de un peligro, de un pecado, demasiado extendido: el de “la aristocracia espiritual”. Los cristianos corremos el riesgo de pensar que “no somos como los demás”. La Iglesia es santa y el mundo vive en muchos aspectos en pecado. ¿Seguiremos alimentando nuestra ilusión de inocencia y la condena de los demás, olvidando la misericordia de Dios hacia todos sus hijos? ¿Podremos sentirnos satisfechos como Iglesia? ¿No tendremos que situarnos, más bien, en una Iglesia pecadora y abandonarnos al perdón y misericordia de Dios?

¡Cuánto quisiera que esta reflexión llegara a todos los que se sienten incapaces de vivir de acuerdo con las normas que se imponen en la Iglesia, a los que no tienen fuerza para vivir el ideal moral de la religión, a los que están en la cárcel, a los que no pueden escapar de la droga o de la prostitución…! No lo olviden nunca: Jesús ha venido para ustedes. “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.

Cuando ustedes se vean juzgados, condenados,…, siéntanse comprendidos por Dios. Cuando se vean rechazados sepan que Dios los acoge. Cuando nadie los perdone, sientan el perdón inagotable de Dios. Ustedes no lo merecen. Tampoco lo merecemos nadie. Pero Dios es así: amor y perdón. No lo olvidemos nunca: según Jesús, sólo salió justificado aquel pecador que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios! ten compasión de mí”.

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