miércoles, 30 de octubre de 2013

XXXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO



Lucas 19, 1-10.
"¡Un adulto rico subido a un árbol!"
en el Año de la Fe
P. Félix Zaragoza S.


El evangelio de hoy nos cuenta la historia de Zaqueo, un cobrador de impuestos, como el personaje del evangelio del domingo pasado que “salió del templo purificado”. Por ser recaudador de impuestos es despreciado y marginado por su pueblo. No es un hombre querido. La gente le considera “pecador”. Un hombre que no sirve a Dios, sino al dinero. Se ha enriquecido: es rico. Pero es “bajo de estatura”. No tenía la altura adecuada para ver a Jesús.

Un posible significado del nombre de Zaqueo es “Dios se ha acordado”. Jesús vino a buscar al que está “olvidado”, “perdido”.

Con todo “quería ver quién era Jesús”. Ha oído hablar de él, pero no lo conoce. Quiere ver a Jesús, pero no podía hacerlo por causa de la multitud. Tiene que superar diferentes obstáculos. Es “bajo de estatura”, sobre todo porque su vida no está motivada por ideales grandes. El egoísmo nos achica, encoge el corazón, nos hace “manos de guagüita”.

La gente es otro impedimento: tendrá que superar prejuicios sociales. Es un excomulgado de su propio pueblo.

Pero Zaqueo prosigue su búsqueda con sencillez y sinceridad. “Corre” ´para adelantarse a todos y se sube a un árbol como un niño. No piensa en su dignidad de señor y  autoridad de jefe de cobradores de impuestos. Busca ver a Jesús. Probablemente ni el mismo sabe lo que anda buscando: verdad, paz, una “vida digna, lograda y feliz”.

Es entonces cuando descubre que Jesús también lo está buscando a él, pues, al llegar a aquel lugar, fija en él su mirada y le dice: “El encuentro será hoy mismo en tu propia casa de pecador”. Zaqueo se baja y lo recibe en su propia casa lleno de alegría.

Hay momentos decisivos en los que Jesús pasa por nuestra vida porque quiere salvar lo que hoy nosotros estamos echando a perder. No hemos de dejarlos pasar.

Jesús lo llama por su nombre. Ya sabemos lo que significa: “Dios se ha acordado”, “Dios no se olvida”. Jesús le ofrece su amistad personal: comerá en su casa, le escuchará, podrán dialogar. Acogido, respetado y comprendido por Jesús, Zaqueo decide reorientar su vida. Descubre que lo importante no es acaparar, sino compartir. No le importa “ser pequeño”. Decide hacerse todavía más pequeño: achica sus riquezas.

Al encontrarse con Jesús cambia su manera de mirar la vida: Ya no piensa sólo en su dinero, sino en los sufrimientos de los demás, hace honor a su nombre: “Dios se acuerda”
de los pobres. Cambia su estilo de vida: hará justicia a los que ha explotado y compartirá sus bienes con los pobres.

Esta es la conversión de un rico subido en un árbol. ¿Cuál tiene que ser nuestra conversión? Tarde o temprano, todos corremos el riesgo de “instalarnos” en la vida renunciando a cualquier aspiración de vivir con más calidad humana. Todos debemos saber que un encuentro más auténtico con Jesús puede hacer nuestra vida más humana y más solidaria. Y es que el evangelio es “una fuerza para vivir”.

No lo hemos de olvidar. El Dios cristiano es un Dios que busca reavivar y reconstruir lo que nosotros podemos estropear y echar a perder. Dios no es carga pesada, sino vigor y estímulo para vivir con acierto.

martes, 22 de octubre de 2013

XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Lucas 18, 9-14.
"Dos maneras de rezar"
en el Año de la Fe
P. Félix Zaragoza S.


En el evangelio de hoy Jesús contrapone la oración arrogante del fariseo (a la vista de todos un hombre bueno) y la oración sencilla y confiada de un pecador-recaudador de impuestos (a la vista de todos un hombre malo).

La parábola de hoy es una de las más desconcertantes de Jesús. Un piadoso fariseo y un pecador-recaudador de impuestos suben al templo a orar. ¿Cómo reaccionará Dios ante dos personas de vida moral y religiosa tan diferente y opuesta? Esta es la pregunta de fondo. ¿Cuál es la postura acertada ante Dios?

El fariseo está convencido de estar a bien con Dios. Ora de pie, seguro y sin temor alguno. Su conciencia no le acusa de nada. Todo lo hace bien. No es hipócrita. Lo que dice es verdad. Cumple fielmente la ley, e incluso la sobrepasa. Todo lo agradece a Dios: “¡Oh Dios!, te doy gracias”. Si este hombre no es santo, ¿quién lo va  a ser? Seguro que puede contar con la bendición de Dios.

El pecador-recaudador, por el contrario, se retira a su rincón. No se siente cómodo en aquel lugar santo. No es su sitio. Ni siquiera se atreve a levantar sus ojos del suelo. Se golpea el pecho y reconoce su pecado. No intenta disimular sus errores. No promete nada. No puede dejar su trabajo donde se roba con facilidad, ni devolver lo que ha robado. No puede cambiar su vida. Sólo le queda abandonarse a la misericordia de Dios: “¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy un pecador”. Nadie querría estar en su lugar. Es impensable que Dios pueda aprobar su conducta.

De pronto Jesús concluye su parábola con una afirmación desconcertante: “Yo os digo que este pecador-recaudador bajó a su casa justificado, y aquel fariseo no”.

A los oyentes se les rompen todos los esquemas. Quizá a nosotros también. Si es verdad lo que dice Jesús, ante Dios no hay seguridad para nadie, por muy santo que se crea. Todos hemos de recurrir a su misericordia.

Esta conclusión de Jesús es revolucionaria. El pecador no ha podido presentar a Dios nada bueno, pero ha hecho lo más importante: acogerse a su misericordia. Vuelve transformado, bendecido, “justificado” por Dios.

El fariseo, por el contrario  ha decepcionado a Dios. Sale del templo como entró: sin conocer la mirada misericordiosa de Dios. En su corazón sólo cabe el amor a sí mismo. Su corazón es de piedra, como las tablas de su ley. Tras su aparente piedad se esconde una actitud “atea”. Este hombre no necesita de Dios. No le pide nada. Se basta a sí mismo. Se cree grande porque empequeñece a los demás.

Hay algo fascinante en Jesús. Es tan desconcertante su fe en la misericordia de Dios que no es fácil creer en él. Es tan sensible al sufrimiento del  hombre que es imposible no comprometerse con él.

El pecador era consciente de su falta de amor. No tiene nada que ofrecer a Dios,  pero sí mucho que recibir de Dios: su perdón y su misericordia. En su oración hay autenticidad. Este hombre es pecador, pero está en el camino de la verdad. Por eso Dios le rehabilita y le capacita para amar.

Hoy el evangelio nos alerta de un peligro, de un pecado, demasiado extendido: el de “la aristocracia espiritual”. Los cristianos corremos el riesgo de pensar que “no somos como los demás”. La Iglesia es santa y el mundo vive en muchos aspectos en pecado. ¿Seguiremos alimentando nuestra ilusión de inocencia y la condena de los demás, olvidando la misericordia de Dios hacia todos sus hijos? ¿Podremos sentirnos satisfechos como Iglesia? ¿No tendremos que situarnos, más bien, en una Iglesia pecadora y abandonarnos al perdón y misericordia de Dios?

¡Cuánto quisiera que esta reflexión llegara a todos los que se sienten incapaces de vivir de acuerdo con las normas que se imponen en la Iglesia, a los que no tienen fuerza para vivir el ideal moral de la religión, a los que están en la cárcel, a los que no pueden escapar de la droga o de la prostitución…! No lo olviden nunca: Jesús ha venido para ustedes. “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.

Cuando ustedes se vean juzgados, condenados,…, siéntanse comprendidos por Dios. Cuando se vean rechazados sepan que Dios los acoge. Cuando nadie los perdone, sientan el perdón inagotable de Dios. Ustedes no lo merecen. Tampoco lo merecemos nadie. Pero Dios es así: amor y perdón. No lo olvidemos nunca: según Jesús, sólo salió justificado aquel pecador que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios! ten compasión de mí”.

miércoles, 16 de octubre de 2013

XXIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Lucas 18, 1-8.
"La misión en el año de la fe"

P. Félix Zaragoza S.

Antes de dar por terminado el año de la fe, en el domingo universal de misiones, el evangelio de hoy termina preguntando: “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”.

¿De qué fe se trata? Ya lo sabemos por domingos anteriores que creer en Dios es creer en el Reino y su justicia. Creer en Dios es creer en la vida. Es intuir que el mundo tiene un sentido. Es creer que otro mundo es posible. Creer es confiar en el misterio que encierra la creación: un Dios que es amor.

Por eso, hoy tenemos que preguntarnos cómo es nuestra fe. En qué Dios creemos realmente: ¿Creemos en el Dios de Jesús? ¿Creemos de verdad en el evangelio? Por esta fe es por la que Jesús pregunta si encontrará en la tierra cuando vuelva.

Hoy decimos que muchos se están alejando de la fe. Pero también hay que preguntar: ¿En qué Dios creían? Probablemente fuera una “fe infantil”. Para vivir una fe adulta, al estilo de Jesús, hay que dejar a un lado esquemas y planteamientos infantiles, y aprender a creer de manera más responsable.

Por eso, “si alguien deja de creer en su Dios de madera, no es porque no haya Dios, sino porque el verdadero Dios no es de madera”.

El evangelio de hoy nos presenta una parábola: “el juez injusto y la viuda creyente”. La parábola es breve y se entiende bien. Ocupan la escena dos personajes que viven en la misma ciudad. Un “juez” al que le faltan dos actitudes: “no teme a Dios” y “no le importan las personas”. Es un hombre sordo a la voz de Dios e indiferente al sufrimiento de los pobres. Es la “antimetáfora” de Dios, cuya justicia consiste precisamente en escuchar a los pobres más vulnerables.

La “viuda” es una mujer sola, privada de un esposo que la proteja y sin apoyo social. Es pobre entre los más pobres. Todo depende de ella. La mujer no puede hacer otra cosa sino presionar, reclamar sus derechos, sin resignarse a los abusos de su “adversario”. Toda su vida se convierte en un grito: “Hazme justicia”. Su petición es la de todos los oprimidos injustamente.

Durante un tiempo el juez no reacciona. No se deja conmover. Después reflexiona y decide actuar. No por compasión ni por justicia. Sencillamente para evitar ser molestado, ya que la mujer era insistente.

La parábola se centra en la fe de la viuda, que confiaba firmemente en alcanzar la justicia a la que tenía derecho.

Si un juez tan egoísta y corrupto termina haciendo justicia a esta viuda, Dios, que es un Padre misericordioso, atento a los más indefensos, “¿no hará justicia a sus pobres que gritan día y noche?”

La parábola nos da un mensaje de confianza en Dios. Los pobres no están abandonados a su suerte, Dios no es sordo a sus gritos. Dios no es “imparcial” hacia los débiles.

El símbolo de la justicia en el mundo grecorromano era una mujer que, con los ojos vendados, imparte un veredicto supuestamente “imparcial”. Según Jesús, Dios no es este tipo de juez imparcial. No tiene los ojos vendados. Conoce muy bien las injusticias que se cometen con los débiles y su misericordia le hace inclinarse a favor de ellos.

¿Qué eco pude tener hoy en nosotros este relato que nos recuerda tantas injusticias?

La parábola nos interpela a todos los creyentes. ¿Seguiremos alimentando nuestras devociones privadas olvidando a quienes viven sufriendo? ¿Continuaremos orando a Dios para ponerlo al servicio de nuestros intereses sin que nos importen mucho las injusticias que hay en el mundo? ¿Nuestra fe es esta, de la que habla el evangelio de hoy, que lucha por el Reino y su justicia, o es más bien una fe que sustituye la sed de justicia por “culto”, “ritos” o vivir devotamente sin complicaciones?

Que la misión de este año de la fe nos fortalezca y, a ejemplo del papa Francisco, unamos fe y vida.

sábado, 12 de octubre de 2013

XXVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Lucas 17, 11-19.
"Marginación y agradecimiento"
En el año de la fe
P. Félix Zaragoza S.

El evangelio de hoy nos informa de que Jesús sanó a 10 leprosos. Pero sólo uno se volvió para agradecérselo. Este era un samaritano, doblemente marginado: marginado por ser leproso y por ser samaritano.

Diez leprosos llegan al encuentro de Jesús. La Ley del Antiguo Testamento les prohíbe entrar en contacto con él. Por eso “se paran a lo lejos” y desde lo lejos le piden la compasión que no encuentran en aquella sociedad que los excluye: “Ten compasión de nosotros”.

“Al verlos” allí, lejos, solos y marginados, pidiendo un gesto de compasión, Jesús no espera a nada. Dios los quiere ver conviviendo con todos: “vayan a presentaros a los sacerdotes”. Que los representantes de Dios les den la autorización para volver a sus casas y a la sociedad. Mientras iban de camino quedaron limpios.

El sacerdote era quien tenía que verificar la curación y dar el certificado de pureza. La respuesta de Jesús exige mucha fe por parte de los leprosos. Deben ir al sacerdote como si ya estuviesen curados. En realidad, sus cuerpos continuaban cubiertos  de lepra. Pero creyeron en la Palabra de Jesús y fueron a presentarse a los sacerdotes. Y cuando iban caminando quedaron curados. ¡Están purificados! Dejan de estar marginados. La lepra es una marginación creada por la religión, no por Dios. Jesús libera de estos esquemas religiosos.

El relato podía haber terminado aquí. Pero al evangelista le interesa destacar la reacción de uno de ellos. Este hombre “ve que está curado”: comprende que acaba de recibir algo muy grande. Su vida ha cambiado. Entonces, en vez de presentarse a los sacerdotes, “se vuelve” hacia Jesús. Allí está su Salvador.

Ya no camina como un leproso, apartándose de la gente como un marginado. Vuelve exultante, lleno de gozo. Hace dos cosas. En primer lugar “alaba a Dios a grandes gritos”: Dios está en el origen de su salvación. Luego se postra ante Jesús y  “le da gracias”: este es el profeta bendito por el que llega la compasión de Dios.

Jesús no le pide cuentas por desobedecer: no fue al sacerdote. Por el contrario, Jesús le pone como ejemplo. Descubrió en Jesús la presencia de Dios, y se abrió a Dios, adoptando una actitud de agradecimiento y libertad. Y esta actitud, dice Jesús, es la postura acertada: “levántate, vete, tu fe te ha salvado”.

Así, Jesús, completa la respuesta a la petición que le habían hecho los discípulos el domingo pasado: “auméntanos la fe”.

La fe de la que habla el evangelio es, ya la sabemos también por el domingo pasado, una confianza radical en Jesús que propaga una vida digna, sana y plena para todos. Donde no hay marginados. Todos igualmente hijos de Dios, todos hermanos.

La fe salva de la lepra y, sobre todo, salva de la marginación.

Quizá nos encontremos con un problema: nosotros llamamos “salvación” a unas determinadas cosas y Jesús llama salvación a otras.  Para muchos la salvación queda relegada a  la “vida eterna”, a la salvación después de la muerte, a lo que llamamos “cielo”. Para otros, es conseguir cosas materiales. Para el leproso la salvación es todo: curarse de la lepra, dejar de ser  excluido, poder convivir en sociedad y tener una vida digna, lograda y feliz.

“Los otros nueve ¿dónde están?”, pregunta Jesús. ¿Siguen entretenidos con los sacerdotes, cumpliendo leyes y ritos prescritos? No han descubierto de dónde llega a su vida la salvación. Han sido curados físicamente, pero no entendieron su salvación de raíz. Por lo mismo no supieron ser agradecidos.

El agradecimiento es la clave de la relación cristiana con Dios. Por eso nuestro encuentro dominical se llama “Eucaristía”, que quiere decir: “Dar gracias”.

Se ha dicho que la gratitud está desapareciendo en las relaciones humanas. Vivimos en una “cultura de la sospecha” que hace difícil el agradecimiento. Se ha hecho dogma de fe que nadie da nada gratis a nadie. Estamos en una civilización mercantilista, donde cada vez hay menos lugar para lo gratuito. Todo se intercambia, se presta, se debe o se exige. En este clima social la gratitud desaparece. Cada cual tiene lo que se merece, lo que se ha ganado.

Así, también Dios sigue siendo un Dios que “premia a los buenos y castiga a los malos”. Ante un Dios así no cabe mucho la experiencia religiosa de alabanza y acción de gracias.

Pero Dios nos salva de balde, porque quiere y porque nos quiere. Ante este Dios brota espontáneamente la acción de gracias.

Pocas cosas hay más humillantes que decirle a  alguien: “Eres un desagradecido”.

Hagamos realidad lo que decimos en cada Eucaristía: “Es justo y necesario dar gracias a Dios y alabarle”.

jueves, 3 de octubre de 2013

XXVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Lucas 17, 5-10.
"Ser creyente hoy"
En el año de la fe
P. Félix Zaragoza S.

El evangelio de hoy nos habla de la fe. Se trata de volver a lo esencial de la fe.


Tener fe no es tener opinión sobre Dios; tampoco una forma cultural o una devoción. La fe de un cristiano es descubrir a Jesús, fiarse de él y acoger el Evangelio.

Cuando los discípulos de Jesús, después de escuchar la parábola del domingo pasado: el rico y el pobre Lázaro…, le piden: “auméntanos la fe”, se sale de la lógica de la cantidad, del tener más o menos fe, y se salta a la calidad. La describe como una semilla pequeña, pero llena de vida, como una fuerza capaz de transformar la sociedad.

Para entender el evangelio de hoy tenemos que recordar las parábolas del Reino. Hay que tener presente la parábola de “la semilla de mostaza”. Crece con ramas como brazos abiertos que acogen a los pájaros, donde entran y salen y ponen el nido. Hoy tenemos que pedir con los apóstoles: “añádenos más fe a la que tenemos”. La fe que vivíamos desde niños parece que hoy es insuficiente. A esa fe tradicional hay que añadirle “algo más” para ser cristiano.

Lo primero que necesitamos hoy los cristianos no es “aumentar” nuestra fe en doctrinas y normas. Lo decisivo es  reavivar en nosotros una fe viva y fuerte en Jesús. Lo importante no es creer cosas sino creerle a él.

No se debe confundir cualquier envoltorio con el corazón de la fe. Es un error confundir la esencia del cristianismo con cualquier creencia, cualquier rito, cualquier precepto moral.

Jesús nos ha mostrado con su vida cómo hemos de creer, en quién hemos de creer, quién es nuestro Dios. Tenemos que rezar con un maestro de la Iglesia: “Dios mío, líbrame de mi Dios”. Puedo creer en un Dios que no es el que Jesús nos da a conocer. El Dios de Jesús se revela primero en quién es Dios para Jesús: Alguien para quien Dios es Dios como no lo ha sido para nadie. No es el Dios “todopoderoso” y lejano, sino un Padre que se parece más bien a una “madre”. No es un Dios pasivo, sino “pasional”, que padece y simpatiza con los hombres, sobre todo los más excluidos. Es un Dios que tiene un proyecto de amor, justicia, libertad y paz  para todos los hombres.

Necesitamos  contagiarnos de su pasión por Dios y su compasión por los últimos. Si no es así, nuestra fe seguirá siendo más pequeña que “un granito de mostaza”. No “arrancará moreras” ni “plantará nada nuevo”.

¿Cómo podemos hoy nosotros, los cristianos de  fe tibia y débil, aprender a creer al estilo de Jesús? Jesús deja a Dios ser Dios, ser un Dios diferente del que con frecuencia creemos.

Más de veinte siglos de cristianismo han dejado mucho polvo y escoria sobre el retablo del credo apostólico. Es urgente restaurar el retablo central de la fe. En los buenos retablos los ángeles están en los aleros, no en los paneles centrales. Estos suelen estar reservados para Dios Padre, a Jesucristo, al Espíritu Santo. No es posible vivir una fe adulta con un catecismo de infancia.

Hoy no se puede creer en Dios como hace unos años. A nosotros nos toca la tarea de aprender caminos nuevos para abrirnos al misterio de Dios. La fe no está en nuestras creencias o en nuestras dudas. Está más allá: en el corazón que nadie, excepto Dios, conoce.

Lo importante es ver si nuestro corazón busca a Dios o lo rechaza. A pesar de toda clase de interrogantes, si de verdad buscamos a Dios, siempre podemos decir desde el fondo de nuestro corazón la oración de los discípulos: “Señor, auméntanos la fe”. El que reza así es ya creyente.